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Muchas personas, por sistema, hablan mal de los programas de televisión. Y hasta le achacan una función adormecedora de los estímulos personales. Esta crítica se va haciendo ya tópica. Se cree, por algunos, que la televisión —y sobre todo la española— es como una fábrica a todo funcionamiento de ese "producto" —o "subproducto"— que hemos dado en llamar "hombre masa". El otro día, el padre Llanos escribía un artículo notoriamente exagerado y hasta quizá con ribetes de injusto. Decía el padre Llanos que drogadictos no son únicamente los que toman marihuana (marihuana por lo menos), sino también los que nos dejamos ganar, día a día, por convencionalismos, costumbres, usos, tradiciones, fiestas, diversiones y aficiones que nos inculcan las revistas ilustradas y los programas de televisión. Según el padre Llanos (que merece todos mis respetos), tan drogadicto es el que se entrega al "azúcar maldito" de la droga, como el que mata sus individuales criterios sumiéndose en las evasiones que le suministra una fiesta tradicional, una revista deportiva o de sociedad, etc. (Pero, ¿qué quiere el padre Llanos? ¿Quiere que todo el mundo se ponga a leer "Cuadernos para el diálogo", o que la gente no se fugue para divertirse, apelando a una verbena, sino acudiendo a una conferencia de minorías o de capillitas selectas, y siempre con el temario socio-político-cristiano-cultural?)
Bueno; empezaba yo este artículo diciendo que se habla mal de los programas de televisión. Defectos habrá —hay— en la televisión, pero vamos a reconocer que no son todos los garbanzos duros, ni todos los garbanzos negros, en el cocido. Recuerdo en estos instantes, precisa monte, un espacio televisivo muy incisivo en su argumentación y en su exposición: espacio que me sugirió el artículo que estoy escribiendo. El guión creo que era de Alvaro de la Iglesia. Contaba el caso de un músico joven, militante en una orquesta de ritmos modernos. El hombre se desmelenaba y desencuadernaba el gesto —y no rompía la guitarra por milagro— en sus interpretaciones abracadabrantes. Delirio de movimientos, de gritos, de contorsiones, de meneos. Bien; pero nuestro joven terminaba su actuación en la sala de fiestas, y ¿saben ustedes lo que hacía? Tranquilo ya —peinado ya, ya sereno— pasaba por casa y tomaba su flauta. ¿Su flauta? Sí, cogía su flauta y —más peinadito, más tranquilo— paraba un taxi y se dirigía (botándole el corazón dentro, satisfecho, como una pelota henchida) hacia el local donde ensayaba la Orquesta Filarmónica. Porque resulta que nuestro hombre, era un tremendo adicto a la música clásica y que, nada más para ganarse la vida, dedicaba dos horas cada jornada a desmelenarse, a desencuadernar el gesto, a amenazar con el grito, a aporrear con el micrófono, en las salas de fiestas respectivas. Por lo demás, su máxima ilusión era llegar a ser un notable ejecutante en la orquesta clásica. Claro está que esta aspiración, en su caso, era casi inconfesable. Nuestro hombre —el del guión de Alvaro de la Iglesia— no declaraba a nadie (porque la confesión podía acarrearle efectos fatales) su secreta vocación. Así es que su doble personalidad era ostensible. Como su auténtica calidad de músico "figurativo" no le daba para comer, pues abdicaba —¡qué se le va a hacer!— convirtiéndose dos horas diarias en músico "de figurón".
El guión tiene miga, ¡eh! Por supuesto tiene tipo de ejemplar fábula o apólogo. Recordando el caso del flautista vergonzante, yo pienso ahora que casi todos, poco más o menos, en algunas ocasiones, hacemos lo que él. Pienso que todos estamos interesadísimos en gustar, en estar al día, en participar en las corrientes actuales, en sumirnos en el cauce de lo nuevo. Esto es bueno; pero no hasta el punto —estimo— de llegar al caso del pobre flautista. No hasta el extremo de confundirnos en el número de los incondicionales y entusiastas de la ultimísima hora. No hasta la indignidad de abdicar de nuestras íntimas convicciones. No hasta el ridículo de borrar lo que somos —porque a lo mejor lo que somos no se cotiza— en beneficio de lo que queremos parecer, alineando nuestros usos, ideas, aficiones y juicios, con los gustos, usos, juicios y criterios de alta cotización en la bolsa de la literatura actual, del arte actual, de la actual moda teológica, etc., etc.
Yo admiro bastante —a ratos— la literatura hispanoamericana, pero desde luego no desearía que mi entusiasmo creciera tanto que me llevara algún día a decir que "Cien años de soledad" es obra que por lo menos iguala a "Don Quijote de la Mancha". Yo les he dicho en innúmeras ocasiones a alumnos de Historia de Arte que Picasso y Braque, y Tapies, y Kandinsky son artistas geniales. Lo que no quisiera es ponerme tan rabiosamente al día que llegase la lección en que dijera: "Amigos, os aseguro que es ahora cuando de verdad comienza con epígonos de Picasso, Braque y Kandinsky, la genuina pintura". Y yo participo de la idea legítima y necesaria y ortodoxa de que la Iglesia Católica debe renovarse y que todos estamos obligados a hacer efectiva esa renovación. Pero, ¿podré sustentar yo algún día —si no quiero parecerme al flautista de la Filarmónica qué se deshilachaba en la orquesta de ritmos con mucho ritmo—; podré yo insinuar algún día, equívocamente, en un exceso de condescendencia ecuménica, que hay que "estudiar" lo de la Resurrección de Cristo, o lo de la Eucaristía, o lo de la Virginidad de Nuestra Señora o lo de la infalibilidad pontificia, o lo del Magisterio de la Iglesia, o lo de los Milagros de Nuestro Señor, "a la luz" de la teología de Bultmann? ¿.O que es bueno adaptar las enseñanzas de las Encíclicas de Pablo VI a las interpretaciones de los concilios y subconcilios holandeses?
No, y mil veces no. Yo no debo, ni quiero, ni puedo incurrir en esas actitudes porque ante todo yo soy devoto de la orquesta y nada más, ocasional y efímeramente espectador del conjunto. Y si es natural que Picasso y Braque y Tapies hagan surgir mi aplauso, jamás estaré obligado a considerarles acaparadores de mi entusiasmo eterno. Y si los novelistas americanos, si Borges, si García Márquez, si Cortázar, llegan alguna hora a erizarme emociones, ¿me voy a unir por eso al coro de los fanáticos que bailan y bailan y vuelven a bailar al son del pandero que esos excelentes novelistas pulsan? Pero tampoco —a pesar de que quiero estar al día— deseo de ninguna manera que me conquiste el progresismo católico radical por muy ilustres que resulten sus impulsores.
Porque yo me complazco en repetir —aunque la insistencia no guste o guste menos— que lo que de verdad a uno le agrada es ser modesto músico flautista de la Filarmónica y no "divo" de conjunto. Así es que no tengo más remedio que confesar que elijo siembre, para confortante evasión, mi flauta. Y que si, acaso, he leído un capítulo de "Cien años de soledad" con gusto, mi verdadera emoción brota cuando me traslado, por ejemplo, a uno de los libros deliciosos de "Azorín". Y que si, como todo el mundo, opino, cuando se presenta, que los ritmos modernos "tienen de bueno que tienen mucho ritmo", luego, al llegar a casa le digo a Rosa, a mi mujer, que si me quiere poner música de Bach, de Beethoven, de Mozart, de Haynd...
Y tras asistir con verdadera complacencia a una charla en la que se me habla del contexto socio-religioso-político de la sociedad española —con citas de San Pablo y de Rabindranath Tagore—, a mí lo que de verdad me pone ancho el corazón es encontrarme luego a un cura con sotana que sale de su iglesia y que acaba de entonar en latín, ante el Santísimo Sacramento, en fervorosa oración, aquellos versos del "Pange Lingua", compendio y símbolo de la verdadera, genuina, auténtica, renovación religiosa: aquellos versos que dicen bellamente "Recedant, vetera; nova sit omnia; corda, voces et opera". ("Retroceda lo viejo; todo sea renovado; el corazón, las palabras y las obras").
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