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Va a hacer cien años del nacimiento de "Azorín". ¿Van a cumplirse seis de su muerte? Me atrevo a sospechar que gente hay por ahí a quienes el nombre de "Azorín" les suena y mucho. Del mundo estudiantil sé de un muchacho que, con mucha seriedad y desparpajo preguntó el otro día, en clase, en un Instituto:
—Pero..., ¿va a hacer cien años que nació Azorín o cien años que falleció?
¡Qué antiguo Azorín para muchos! ¡Qué ilustré desconocido! Sus obras están en casi todas las bibliotecas; apenas pasa un día sin que alguien lo recuerde o simplemente lo nombre por televisión. Y su efigie —su rostro enjuto de "lord" y sus finísimas manos para el teclado del tiempo, de la historia— ¿quién no la conoce? Y sin embargo, José Martínez Ruiz se olvida, aceleradamente se olvida, en lo que su personalidad y su obra tienen de estimulante, de sugerente, de genial, de punzante y de... sedante.
¡Qué lejos parece que se ha quedado Azorín con su "La voluntad", con su "Ruta de don Quijote", con su "Antonio Azorín", con su "Don Juan", con su "Parlamentarismo español", con su "Una hora de España"! ¿Lejos? Es que andamos mal de perspectiva; es que nuestra óptica (me refiero a la estimativa de valores de nuestros urgentes días) no es normal. Yo creo que Azorín es, precisamente, el más moderno de los escritores de España en los últimos cien años. El más moderno, por mil motivos. Y quisiera recordar algunos. En cuanto a la técnica de escribir, dio un giro radical (de ciento ochenta grados como suele decirse en frase que se repite demasiado) al estilo. Me parece que José Martínez Ruiz cumplió en España aquel deseo de Verlaine de "retorcer el cuello a la retórica". De Azorín acá nadie ha escrito en España con mala retórica sin hacer un poco el ridículo. El alicantino de Monóvar dio con la fórmula de la auténtica sencillez. Entendiendo por sencillez, todo lo contrario de la vulgaridad; entendiendo por sencillez, la limpieza, la diafanidad, la sobriedad, la elegancia, la pureza de expresión. Por eso la sencillez de Azorín, como el atavío de la mujer genuinamente elegante, ha tenido infinitos imitadores. Pero su lección es tan difícil, que estilo azoriniano —lo que se dice estilo azoriniano— no ha habido en nadie, nada más que en él, nada más que en "Azorín". No obstante, después de su prosa, cualquier escritor con buen gusto se ha propuesto con mayor o menor acierto; se ha propuesto, digo, mejorar el "tipo" de su propio estilo. El magisterio de Azorín, de cerca o de lejos, ha llegado a todo español que se planta ante las cuartillas con un tanto de ilusión. Y es el caso que no es necesario haber leído a Azorín para que "después" de su paso por la literatura española, se escriba de otra manera. De una manera más directa, más bella, más armoniosa y yo diría que más... esbelta. Ya que éste es el mayor mérito de la prosa de Azorín: en sus capítulos, en sus párrafos, en sus líneas, hay un admirable sentido de la composición, todo está bien distribuido: cada palabra, cada parte de la oración sabe su sitio, su volumen y su perfil. Y nada sobra, nada es grasa en el cuerpo de sus escritos. Luego, Azorín, dispone de la precisa ironía para mostrar en cruda y como entrevista expresión lo que, elegantemente, puede desnudarse. Pero para, en seguida, en gracioso esguince, devolver a sus relatos o descripciones esa diamantina limpieza (lejos de cualquier vulgaridad) que le caracteriza. Bueno es recordar que, a pesar de lo dicho: a pesar de que después de Azorín es necesario escribir en España de otra manera más ágil, más directa, más fina..., sin embargo, empezó a olvidarse su lección de pureza en el léxico. No hay ni una palabra malsonante a lo largo de los treinta y tantos libros de Azorín.
Pero el autor de "Las confesiones de un pequeño filósofo" no es moderno solamente porque haya impreso un giro nuevo a la prosa de España. Hay que engolfarse en sus libros para admirarle en el secreto de su estructura personal. Estructura que organiza temarios, gradúa tensiones, matiza colores y templa ideas. De tal forma que José Martínez Ruiz, ejemplo de tolerancia, representa, para cualquier lector que acierte a penetrar en las motivaciones hondas de sus libros, un paradigma, es decir, un modelo, de sutiles equilibrios. El ritmo externo de su estilo, con los ritornelos encantadores de sus "repeticiones", se corresponde con una voluntad musical —yo diría que sinfónica— capaz de situar en su espacio y en su atmósfera cada hombre que evoca, cada clásico que resucita —o que "redivive" como él dice— cada paisaje que recrea, cada sentimiento que aguza con el revulsivo (impregnado de aticismo) de su melancolía. Y ¡qué contrapuntos en Azorín! Espíritu de fronda, de protesta ante la injusticia —por ejemplo ante los caciquismos de la política de su tiempo—, que luego acierta a serenarse en íntimas comprensiones, en agridulces escepticismos, en amarguras desleídas en sonrisas.
Modernidad de Azorín patente en la anatomía de sus novelas y de su teatro. Técnica cinematográfica en "Doña Inés" cuando el cine estaba en mantillas. Teatro actualísimo —por la hondura impregnada de trivialidad, por lo extraño de los personajes— en "Brandy, mucho Brandy".
Cuántos, como Monsieur Jourdain —el de Moliere, el que escribía en prosa sin saberlo —son hoy azorinianos ignorando a Azorín. Y es que la percusión y repercusión de su persona y de su obra son patentes, aunque no se vacíen —y gracias a Dios sean dadas— en el falso, vano y frágil elogio de escayola: elogio muy a mano para la ocasión de las conmemoraciones.
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