|
En pleno auge de la sociedad consumista, todos, en más o en menos, nos hemos hecho o nos estamos haciendo críticos de ella. Pero estamos embarcados y no abandonamos la navegación. Contra el consumismo, escribimos un artículo o contamos un chiste. ¿Pasamos de ahí? Bueno; es que —nos consolamos, o tranquilizamos nuestra inercia— el proceso es irreversible. Además, de otra parte, los anticomunistas practicantes —los hippies, por ejemplo— no pueden convencernos; en la mayoría de los casos su actitud no pasa de postura. Carecen de esa especie de espíritu franciscano que ingenuamente suele imaginárseles. Y si se rebelan contra los consumos comerciales corrientes —el coche, el electrodoméstico redundante, etc.—, ahí los tenemos o ahí están dedicados al consumo clandestino: la marihuana, la pereza, el sexo. Realmente la pereza y el sexo son de uso de todos los hombres, pero cierta clase de erotismo y cierta especie de holgazanería se preconizan en determinados ambientes más como abusivos consumos que como usos. No sé qué halo poético, casi siempre artificioso, hace la publicidad del consumismo de las drogas y del consumismo del amor intemperante y a la intemperie. ¿Amor? No cuesta trabajo meter la palabra en la cazuela anárquica. Cualquiera ha reconocido alguna vez que estos censores practicantes de la sociedad de consumo parten de un inicio plausible. Aquel clérigo que, en una homilía dominical, asemejó al Bautista con los "hippies" había oído campanas. Lo que sucede es que la raíz no garantiza la planta. Vida e historia enseñan cada día que estilos abominables de conducta tienen en ocasiones su último fundamento en beatíficas ideas o propósitos. Y es que en el subsuelo todas las teorías son buenos parientes; la gresca viene cuando queremos actualizarlas.
Es muy cierto, pues, que el consumismo desbocado de nuestro tiempo merece el anatema. Ahora bien; la actitud, anticomunista requería, ante todo, inteligencia. Y un auténtico sentido moral. Hay que decidirse, seguramente, en contra de muchos productos (tanto comerciales como ideológicos) que cada día se nos presentan coquetonamente envueltos en el celofán sugestivo que los medios de difusión representan. Quizás hay que tener el valor de rasgar el celofán y la envoltura para denunciar el fraude. Pero "la decisión —escribía Luis XIV— necesita espíritu de señor". Y actuar frente a algo demanda una dosis de talento. Lo demás es hacer como el burro gallego "que daba coces al aire por si acaso le dolía".
No le duelen a la sociedad consumista los exabruptos del odio, del resentimiento o de la simple contestación. No obstante, todavía cabe un estilo razonable y humanísimo de oponerse a los excesos. Es inútil pretender abolir la Civilización que respiramos. "Para hacer algo, lo primero es creerlo posible" pensaba un gobernante filósofo y nada maquiavélico. Demoler los logros de la Técnica para retornar a la Arcadia constituiría una utopía. Sin embargo parece viable y recomendable introducir el rejo del buen sentido —cifrado por las reglas éticas en cualquier caso— que enmiende y airee este seco terruño de una cultura cuyo estilo se deshumaniza a pasos agigantados. Destruir esta sociedad, no; pero sí adecentarla.
Paul Goodman, fallecido recientemente, era también un crítico de la sociedad de consumo. Pero sus postulados implicaban remedios distantes de toda violencia. He aquí un pensamiento suyo: "Vivir en estado de pobreza decente es el ambiente ideal para la gente seria".
Piensa uno que esa sería una solución. Pero, ¿de verdad alguien se propone hoy vivir en estado de pobreza decente? Ahora bien, un cristiano está obligado al estado de la pobreza decente. Un cristiano, por definición, no puede participar, sin cinismo, en la carrera desenfrenada. Un cristiano tiene derecho a mejorar de vida, a acomodarse a aquel estado de "aurea mediocritas" propugnado por Horacio. Y si es radicalmente pobre, si carece de lo necesario, un cristiano tiene el deber —diríamos— de salir de la miseria (la miseria es una pobreza indecente) para alcanzar los estadios de la pobreza decente.
Está la pobreza indecente —no idónea para el cultivo del hombre— y, además, está la riqueza indecente, que lo es menos aún. Porque también un cristiano puede alcanzar la riqueza y ello parece legítimo. Pero le está vedada la riqueza indecente, es decir la buscada o lograda sin ninguna clase de escrúpulos, al margen de todos los códigos morales, en ansia insaciable del "más", corredor impetuoso y no caminante pacífico de una prosperidad que no reconoce fronteras.
Pero, demos una ojeada al mundo. Vemos los países de riqueza indecente y los que gimen en indecente pobreza. ¿Llegará el día en que los países de la decente pobreza den pauta? Cabe decir lo mismo de cada nación o de cada pueblo. En verdad, el auténtico logro de la cultura sería éste: Que la genuina seriedad se impusiera, lejos de opuestos radicalismos; que la gente se convenciera de que la auténtica felicidad está en la decente pobreza. Pero para llegar a este convencimiento hay que humanizarse mucho y hay que cristianizarse más. Si consiguiéramos esto, no destruiríamos a la sociedad de consumo que es poco menos que imposible; pero conseguiríamos dotarla de frenos.
|