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POBREZA DECENTE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 1 de septiembre de 1972

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En pleno auge de la sociedad consumista, todos, en más o en menos, nos hemos hecho o nos estamos ha­ciendo críticos de ella. Pero estamos embarcados y no abandonamos la navegación. Contra el consumismo, escri­bimos un artículo o contamos un chis­te. ¿Pasamos de ahí? Bueno; es que —nos consolamos, o tranquilizamos nuestra inercia— el proceso es irrever­sible. Además, de otra parte, los anti­comunistas practicantes —los hippies, por ejemplo— no pueden convencer­nos; en la mayoría de los casos su actitud no pasa de postura. Carecen de esa especie de espíritu franciscano que ingenuamente suele imaginárseles. Y si se rebelan contra los consumos comerciales corrientes —el coche, el electrodoméstico redundante, etc.—, ahí los tenemos o ahí están dedicados al consumo clandestino: la marihua­na, la pereza, el sexo. Realmente la pereza y el sexo son de uso de todos los hombres, pero cierta clase de ero­tismo y cierta especie de holgazane­ría se preconizan en determinados ambientes más como abusivos consu­mos que como usos. No sé qué halo poético, casi siempre artificioso, ha­ce la publicidad del consumismo de las drogas y del consumismo del amor intemperante y a la intemperie. ¿Amor? No cuesta trabajo meter la palabra en la cazuela anárquica. Cual­quiera ha reconocido alguna vez que estos censores practicantes de la so­ciedad de consumo parten de un ini­cio plausible. Aquel clérigo que, en una homilía dominical, asemejó al Bau­tista con los "hippies" había oído campanas. Lo que sucede es que la raíz no garantiza la planta. Vida e historia enseñan cada día que esti­los abominables de conducta tienen en ocasiones su último fundamento en beatíficas ideas o propósitos. Y es que en el subsuelo todas las teorías son buenos parientes; la gresca viene cuando queremos actualizarlas.

Es muy cierto, pues, que el consu­mismo desbocado de nuestro tiempo merece el anatema. Ahora bien; la ac­titud, anticomunista requería, ante to­do, inteligencia. Y un auténtico sentido moral. Hay que decidirse, seguramente, en contra de muchos produc­tos (tanto comerciales como ideoló­gicos) que cada día se nos presentan coquetonamente envueltos en el celo­fán sugestivo que los medios de difu­sión representan. Quizás hay que te­ner el valor de rasgar el celofán y la envoltura para denunciar el fraude. Pero "la decisión —escribía Luis XIV— necesita espíritu de señor". Y actuar frente a algo demanda una do­sis de talento. Lo demás es hacer co­mo el burro gallego "que daba coces al aire por si acaso le dolía".

No le duelen a la sociedad consu­mista los exabruptos del odio, del re­sentimiento o de la simple contesta­ción. No obstante, todavía cabe un estilo razonable y humanísimo de oponerse a los excesos. Es inútil pre­tender abolir la Civilización que res­piramos. "Para hacer algo, lo prime­ro es creerlo posible" pensaba un go­bernante filósofo y nada maquiavélico. Demoler los logros de la Técnica para retornar a la Arcadia constitui­ría una utopía. Sin embargo parece viable y recomendable introducir el rejo del buen sentido —cifrado por las reglas éticas en cualquier caso— que enmiende y airee este seco terru­ño de una cultura cuyo estilo se des­humaniza a pasos agigantados. Des­truir esta sociedad, no; pero sí ade­centarla.

Paul Goodman, fallecido reciente­mente, era también un crítico de la sociedad de consumo. Pero sus postu­lados implicaban remedios distantes de toda violencia. He aquí un pensamiento suyo: "Vivir en estado de po­breza decente es el ambiente ideal pa­ra la gente seria".

Piensa uno que esa sería una solución. Pero, ¿de verdad alguien se pro­pone hoy vivir en estado de pobreza decente? Ahora bien, un cristiano es­tá obligado al estado de la pobreza decente. Un cristiano, por definición, no puede participar, sin cinismo, en la carrera desenfrenada. Un cristiano tiene derecho a mejorar de vida, a aco­modarse a aquel estado de "aurea mediocritas" propugnado por Horacio. Y si es radicalmente pobre, si carece de lo necesario, un cristiano tiene el deber —diríamos— de salir de la mi­seria (la miseria es una pobreza in­decente) para alcanzar los estadios de la pobreza decente.

Está la pobreza indecente —no idó­nea para el cultivo del hombre— y, además, está la riqueza indecente, que lo es menos aún. Porque también un cristiano puede alcanzar la rique­za y ello parece legítimo. Pero le es­tá vedada la riqueza indecente, es decir la buscada o lograda sin nin­guna clase de escrúpulos, al margen de todos los códigos morales, en an­sia insaciable del "más", corredor im­petuoso y no caminante pacífico de una prosperidad que no reconoce fron­teras.

Pero, demos una ojeada al mundo. Vemos los países de riqueza indecen­te y los que gimen en indecente po­breza. ¿Llegará el día en que los paí­ses de la decente pobreza den pau­ta? Cabe decir lo mismo de cada na­ción o de cada pueblo. En verdad, el auténtico logro de la cultura sería és­te: Que la genuina seriedad se impu­siera, lejos de opuestos radicalismos; que la gente se convenciera de que la auténtica felicidad está en la de­cente pobreza. Pero para llegar a este convencimiento hay que humanizarse mucho y hay que cristianizarse más. Si consiguiéramos esto, no destruiría­mos a la sociedad de consumo que es poco menos que imposible; pero conseguiríamos dotarla de frenos.