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TRIUNFALISMOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 18 de septiembre de 1977

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Napoleón quería —di­ce Stendhal— que la glo­ria fuese la auténtica le­gislación de los franceses. Al servicio de este pro­pósito, toda una voluntad. Y ya se sabe que una fuerte voluntad no es algo que suple a la inteligencia, sino que, más bien, es causa y efecto de ella...

En el caso de Napoleón, sin embar­go, el triunfalismo se abatió como castillo de naipes. Por supuesto, los parientes, y los epígonos de Napoleón no supieron estar a su altura. Favoritismo y "yernocracia" defraudaron egregios proyectos. Él —Napoleón— se dio cuenta. Pero comprobaba que las mujeres supieron mantener mejor el estilo y el aire. Escribía así: "No he conseguido que mis mariscales pasen de cabos. En cambio sus esposas han sabido comportarse como princesas". "¿Por qué la mujer tiene la facul­tad —o la calidad— de adaptarse sin violencia a las nuevas situaciones? ¿Es más inteligente? Al menos, intui­ción e instinto funcionan en ellas con mejor resultado.

Deben tenerse en cuenta siempre los precedentes históricos. Proponerse triunfos es honrado. Pagarse de triunfos... pasados, es triunfalismo. El triunfalismo de hoy sirve para hoy; pero el de ayer está caduco y nece­sita renovarse. Y lo pésimo acaece cuando la herencia del triunfo es re­cogida y enarbolada por ineptos; por mariscales con mentalidad de cabos o de sargentos. Fue el amargor de Na­poleón.

Estupenda legislación la gloria. Pe­ro es tan inestable, tan fugitiva la gloria; es tan evanescente, que nece­sita de soportes y de estribos. El "yo triunfé" es gloria que se escapa co­mo un globo de color, si no la amarro con el "yo triunfo" de hoy. Aparte de que, en todo caso, la soberbia trai­ciona al triunfo. La soberbia, casi siempre unida con la inepcia. Cuan­do el cabo de ayer inutiliza al recién mariscal de hoy es que ha faltado ese entrenamiento de humildad necesa­rio a toda persona que se sube —o le suben— a un pedestal.

Ahora, en múltiples ocasiones, nos echamos los unos a los otros la acu­sación de triunfalismo. Es palabra no grata. Pero ¿qué es lo que no nos gusta, el triunfalismo nuestro o el de los demás? Cualquier hombre, alto o bajo, inteligente o torpe, aspiró a triunfar en algo. No cambia la na­turaleza humana y es lógico y na­tural que ahora suceda lo mismo. Nadie renuncia al éxito. Pero no se tolera a nadie que presuma de éxito. ¿Será que en el fondo no se tolera en los demás el éxito mismo? ¿Será que triunfo o victoria que no carga­mos en nuestra cuenta propia empe­zamos a considerarlos fraudulentos?

De todas formas si el envaneci­miento por el triunfo personal pro­clamado, aireado y difundido, puede hacernos antipáticos, no por eso he­mos de creer que mantener un ideal con entusiasmo y fortaleza constitu­ye una falta. Los ideales nobles —que no son propiedad personal sino bie­nes participados— merecen, natural­mente, triunfar. Y trabajar precisa­mente por ese triunfo no es triun­falismo estúpido sino obligación con­secuente. ¿Habría habido Historia sin triunfalismo? Pero sucede que un pru­rito antiheroico pugna hoy por con­vencernos de que cualquier entusias­mo, devoción o adhesión inquebranta­ble peca de exageración. ¿Exageración de qué? Se empieza por no tener en­tusiasmo, se sigue por no querer per­suasiones y se termina en pura in­diferencia.

Pero lo curioso es que, paralela­mente, al par que nos despegamos de cualquier triunfalismo, de cualquier actitud de militante entrega a los ideales, nos abroquelamos en egoís­mos y aferradas posturas a favor de nuestras propias pasiones y de nues­tros particularísimos intereses. De un lado aspiramos a una asepsia; de otro nos empantanamos en la charca ce­rrada de la pasión. Y eso es mez­quindad. Eso termina por oler mal. Hacen falta ideales, urgen banderas, se precisan héroes que levanten afa­nes y realcen empresas. La gloria es un viento que orea las verdades y que surge en los auténticos momen­tos estelares de la Historia, suena bien; lo que parece irrisorio es el triunfalismo barato, es decir, el de los vientos provocados por el venti­lador.