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Napoleón quería —dice Stendhal— que la gloria fuese la auténtica legislación de los franceses. Al servicio de este propósito, toda una voluntad. Y ya se sabe que una fuerte voluntad no es algo que suple a la inteligencia, sino que, más bien, es causa y efecto de ella...
En el caso de Napoleón, sin embargo, el triunfalismo se abatió como castillo de naipes. Por supuesto, los parientes, y los epígonos de Napoleón no supieron estar a su altura. Favoritismo y "yernocracia" defraudaron egregios proyectos. Él —Napoleón— se dio cuenta. Pero comprobaba que las mujeres supieron mantener mejor el estilo y el aire. Escribía así: "No he conseguido que mis mariscales pasen de cabos. En cambio sus esposas han sabido comportarse como princesas". "¿Por qué la mujer tiene la facultad —o la calidad— de adaptarse sin violencia a las nuevas situaciones? ¿Es más inteligente? Al menos, intuición e instinto funcionan en ellas con mejor resultado.
Deben tenerse en cuenta siempre los precedentes históricos. Proponerse triunfos es honrado. Pagarse de triunfos... pasados, es triunfalismo. El triunfalismo de hoy sirve para hoy; pero el de ayer está caduco y necesita renovarse. Y lo pésimo acaece cuando la herencia del triunfo es recogida y enarbolada por ineptos; por mariscales con mentalidad de cabos o de sargentos. Fue el amargor de Napoleón.
Estupenda legislación la gloria. Pero es tan inestable, tan fugitiva la gloria; es tan evanescente, que necesita de soportes y de estribos. El "yo triunfé" es gloria que se escapa como un globo de color, si no la amarro con el "yo triunfo" de hoy. Aparte de que, en todo caso, la soberbia traiciona al triunfo. La soberbia, casi siempre unida con la inepcia. Cuando el cabo de ayer inutiliza al recién mariscal de hoy es que ha faltado ese entrenamiento de humildad necesario a toda persona que se sube —o le suben— a un pedestal.
Ahora, en múltiples ocasiones, nos echamos los unos a los otros la acusación de triunfalismo. Es palabra no grata. Pero ¿qué es lo que no nos gusta, el triunfalismo nuestro o el de los demás? Cualquier hombre, alto o bajo, inteligente o torpe, aspiró a triunfar en algo. No cambia la naturaleza humana y es lógico y natural que ahora suceda lo mismo. Nadie renuncia al éxito. Pero no se tolera a nadie que presuma de éxito. ¿Será que en el fondo no se tolera en los demás el éxito mismo? ¿Será que triunfo o victoria que no cargamos en nuestra cuenta propia empezamos a considerarlos fraudulentos?
De todas formas si el envanecimiento por el triunfo personal proclamado, aireado y difundido, puede hacernos antipáticos, no por eso hemos de creer que mantener un ideal con entusiasmo y fortaleza constituye una falta. Los ideales nobles —que no son propiedad personal sino bienes participados— merecen, naturalmente, triunfar. Y trabajar precisamente por ese triunfo no es triunfalismo estúpido sino obligación consecuente. ¿Habría habido Historia sin triunfalismo? Pero sucede que un prurito antiheroico pugna hoy por convencernos de que cualquier entusiasmo, devoción o adhesión inquebrantable peca de exageración. ¿Exageración de qué? Se empieza por no tener entusiasmo, se sigue por no querer persuasiones y se termina en pura indiferencia.
Pero lo curioso es que, paralelamente, al par que nos despegamos de cualquier triunfalismo, de cualquier actitud de militante entrega a los ideales, nos abroquelamos en egoísmos y aferradas posturas a favor de nuestras propias pasiones y de nuestros particularísimos intereses. De un lado aspiramos a una asepsia; de otro nos empantanamos en la charca cerrada de la pasión. Y eso es mezquindad. Eso termina por oler mal. Hacen falta ideales, urgen banderas, se precisan héroes que levanten afanes y realcen empresas. La gloria es un viento que orea las verdades y que surge en los auténticos momentos estelares de la Historia, suena bien; lo que parece irrisorio es el triunfalismo barato, es decir, el de los vientos provocados por el ventilador.
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