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Un personaje de Goethe ironiza sobre la guerra. Dice: "La guerra expedienta la epopeya. En la guerra uno gana y otro pierde. Sin saberse a fin de cuentas qué es lo que uno gana y lo que el otro pierde". Neruda ha escrito este verso: "La aguja de la muerte buscando hilo". He ahí el ganador que no falla. Presente en todas las contiendas, la muerte cobra el botín mayor, un botín de antemano asegurado.
Pero las guerras surgen como una manifestación de vitalidad. Tanto el defensor como el atacante están en la vida, esperan, de la vida, aspiran a más vida. La historia del mundo es en gran parte la de sus guerras. Casi no se las puede considerar como accidentes. Por lo menos hasta ahora han constituido la trama de una civilización cuya andadura fue siempre empujada por la violencia de las armas. Es curioso que esta violencia, no obstante la vigencia constante de las batallas, ha sido repudiada moralmente en todos los siglos. Punto difícil fue siempre conciliar la "ultima ratio" que es la guerra, con la simple razón. En cualquier tiempo se impone la conclusión de que puede haber guerras lícitas. Pero, ¿quién las discrimina? ¿A qué juez apelamos? Paradójico: La violencia en sí ha sido condenada, sin excepción, por todas las conciencias honradas y, sin embargo, una vez tras otra se proclama, llegado el caso, la necesidad de la guerra. De la guerra que es y fue el máximo condensador de violencias. El fenómeno extraña: al borde del abismo el hombre cultiva sus jardines: el arte, la ciencia, la poesía, el amor. Ni siquiera eran incompatibles el guerrero—profesional de la violencia— y el místico: profesor y profeso de la paz iluminada. Pues, ¡qué entonces! ¿Cómo se explica una Humanidad constante enamorada del sereno aquietamiento, aspirante a la paz perpetua, pero obstinada y pertinaz en la práctica de la guerra?
Quizás no se trata de explicar. Recientemente la sociología del grupo de Frankfurt intentó ahondar la cuestión. Horkheiner, Marcuse, Adorno, han pretendido darnos a entender que se cierra un ciclo histórico —el llamado de la "civilización represiva"— regido por el divorcio de la teoría y la "praxis". Bellos principios tuvo siempre el hombre, pero malas costumbres. Ahora —piensan en utopista— una ciencia humana unificada, abolido el ciclo recurrente de "dominación, rebelión, dominación", puede hacer cambiar el signo de la marcha de la Historia. Pero para el triunfo de "Eros" frente a "Thanatos" ("Thanatos, según Marcuse, que asume la simbología freudiana, es símbolo al par de la civilización y de la muerte), para el cambio de rumbo, ¿qué arbitrio sirve? Pues... ¡donoso descubrimiento! se apela de nuevo a la rebelión. Pero a una rebelión más ambiciosa. Porque en el decurso histórico las rebeliones todas lo han sido frente a éste o al otro régimen o estado de cosas. Pero la rebelión que preconizó Marcuse —ya, ciertamente, un poco trasnochado— es más de raíz. Y sus epígonos quisieran cambiar la índole radical, constitutiva de la Historia, casi desde el Paleolítico acá... Revoluciones y guerras anteriores se proponían enmendar males o dolencias locales. Ahora lo que se quiere es una "contracultura" capaz de curar la enfermedad innata. ¿Capaz, pues, de curar el pecado original?
Pero para eso es preciso creer en el pecado original. Y es, asimismo, curioso; estos sociólogos que elucubran sobre males de la estructura puramente humana, anterior a las demás estructuras, no quieren caer en la cuenta de que la única explicación de un deterioro así está en el "Génesis". Parece —piensa uno, pero ellos se resisten— que la clave teologal aquí vendría de perlas. Grandes males, grandes remedios; frente al vicio constitutivo —pecado—, la Historia de la Salvación. A los sociólogos de Frankfurt, se les ocurrían otras soluciones sin teología por medio; pero con "garra juvenil", que es socorrido señuelo. Es decir, nada de recursos o instancias a lo transcendente sino lucha, Nueva Lucha. ¿Cómo y cuándo esa lucha con mayúscula? Ah, pues ahí está lo sorprendente. La gran lucha no es una gran guerra. Se plasma, de manera muy distinta, en combates estudiantiles, guerrillas, "terrorismos literarios" y de los otros, violencia estratégica distribuida en puntos neurálgicos de la geografía, de la política, del arte e incluso de la música... ¡Contra-música! Es decir, para combatir la "gran Endemia" viene a preconizarse el alfilerazo constante reincidente, plural. Extraño y sorpresivo; porque un modo de civilización que —es la tesis de Marcuse, todavía con mucha audiencia— metabolizó siempre las rebeliones convirtiendo sus contenidos en propia sustancia para asegurar la supervivencia repetida del esquema (recordémoslo, "dominación, rebelión, dominación"), un fenómeno así, ¿va a poder sucumbir a fuerza de picores o picotazos? Ingenuo y... contradictorio.
¡Qué difícil es todo! Qué complejo este entramado de hilos e hilazas dispares. Guerra y paz. Civilización y barbarie. Arte e ignorancia. Terrorismo y nostalgia. Todo bajo el mismo techo.
E, inevitablemente, "la aguja de la muerte buscando hilo". Todo sería absurdo, si no fuese tan bello —tan cierto— aquello de Plotino: "La muerte es un hacer subir lo que hay de divino en mí a lo que hay de divino en el Universo".
¡Qué raro resulta! Y qué sorprendente. Las noticias de cada mañana son éstas; guerra, contaminación, secuestro, huelga, terremoto, infarto. Publicidad de la amenaza siempre. Pero, al par una aspiración indeclinable de felicidad barata, es decir, de placer. Placer es lo que ofrece "Eros" frente al dominio de "Thanatos". ¿Nada más? ¿Merece la pena? Dialogan dos personajes de Malraux en "La condición humana". Uno exclama: "No sólo está la felicidad. También existe la paz". Es cierto. Pero falta que nos pongamos de acuerdo. ¿Qué paz? ¿En dónde la paz? ¿Cuándo? ¿Para qué?
¡Qué oscuro! Como todo aparenta así, Kandinsky inventó una pintura sin figuras. Bueno; la pintura abstracta es posible. Pero la civilización abstracta no. Y los síndromes de la contracultura inclinan a atisbar una historia imposible, a base de acciones y pasiones, destruidos todos los conceptos.
Pero es necesario que la Historia siga. Y lo que es necesario es posible. El grito hoy es ¡libertad! Excelente; pero con otra bandera al lado que grite: ¡Voluntad!
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