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Hay momentos en que se nos estrecha el tiempo y experimentamos la sensación de no poder pasar. No sé qué amago de neurosis es ése. Uno se encuentra lleno o vacío de sí mismo, pero con la preocupación de que le esperan unas horas en las que hay que enhebrar éste y el otro quehacer. No hay hombre sin quehacer, pero cada acción necesita tiempo. Y si hay ocasiones en que quehacer y tiempo se ajustan como la mano al guante, amanecen otros días en que o tenemos tanto trabajo que no nos cabe en el reloj, o tanto reloj que nos falta vida. La neurosis es así en este caso: un mirar y mirar al minutero y al horario y a la esfera... ¿Qué concepto tendríamos del tiempo si no hubiese relojes? Sería otro concepto. Quizá toda la tragedia humana radica en que dividimos el tiempo en horas y luego las contamos. Y, además, en que queremos —o nos obligan— a ceñir las continuas explosiones o fogonazos del vivir a la rueda del año, o a la rueda del lunario, o a la de la semana, o a la del día, o a la de la hora. Incluso el minuto tiene su ruedecita particular.
La civilización también a su modo es un sistema conjugado de relojerías, de círculos. Naturalmente eso aumenta la neurosis. El mismo círculo de las amistades, nos da cuerda para no parar en el trato con el prójimo. Pero es un no parar que nos limita y reduce. Todo círculo termina siendo, si se insiste en él, un círculo vicioso. El mismo concepto del "yo", nos remite a la obsesión del tiempo, del reloj y del círculo. Si plasmo para mi uso la imagen de lo que es el "yo", me imagino, en seguida un punto. Pero un punto que, precisamente, es un "centro". Con énfasis o no, con orgullo o sin él, al decir "yo", me pienso como centro del mundo. Cierto que, en seguida, me desengaño y advierto que no soy centro, sino punto perdido y que nada gira a mi alrededor... Sin embargo, tan pronto intento rehacerme, vuelvo, inconscientemente a imaginarme centro. Y para ello, otra vez, el reloj colabora. Porque cada hombre centra su día en una hora diferente. Es a las seis de la tarde cuando más "yo", cuando más centro me advierto; cuando me vuelve la ilusión de que todas las cosas están ahí esperándome para que yo las ordene.
Aquel personaje de Huxley que sentía la "radical penuria de ser solamente su yo", es que se sentía centro sin circunferencia, es decir, punto perdido sin espacio y tiempo a que referirse. Se le escapaban las horas por la tangente que el destino trabaza ineluctablemente a la esfera del reloj. Porque el reloj que nos desmenuza el
tiempo y nos esclaviza la conducta es, al fin y al cabo, una especie de choza para domiciliar al tiempo. Ya que el tiempo es un viento que sopla fuera, pero al que invitamos a pasar con la ilusión de que vamos a detenerle. Decir —por ejemplo— que "son las tres de la tarde", es realizar un esfuerzo mental para que el tiempo, en lugar de pasar, sea.
Ahí está el lío. El reloj no cambia, pero la hora del reloj, sí. ¿Será la eternidad un reloj parado? No; un reloj parado, es nada más la muerte. Quizás al contrario, la eternidad es un movimiento tan rápido que se confunde con el reposo. Movimiento sin roce, sin vaivén y sin nada externo a él mismo. Y por tanto no contabilizable por el tiempo, ni señalable en el reloj.
La penuria de ser nada más que yo, me impele a ser centro de algo que me constituya en algo más que yo. Pero es así como viene el vértigo. Me mareo con las cosas que me dan vueltas, que me rodean, que no dejan tranquila mi intimidad y la disociar» De esta manera cada, cosa, al desdoblarme y alterarme, empieza a promover no sé qué esquizofrenia. Sólo Dios carece de vértigo y resiste su mirada, al par, el fulgor de todas las constelaciones. El "yo" del Señor no tiene penuria de ser Él sólo. Y por eso, El, en lugar de reloj y de tiempo, tiene Eternidad y Amor. Porque el Amor es su espacio.
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