|
A España la conocemos poco los españoles. Parece que Giner de los Ríos se ilusionaba pensando en el tiempo en que "España esté a la altura de su paisaje". Son, creo, por ejemplo más los andaluces que conocen Florencia o París que los que han estado en Cáceres. Esto indica que practicamos poco el turismo interior y que la variedad geográfica y paisajística de nuestra patria —bueno, de nuestro "país"— no nos tienta mucho. Eso hace que, probablemente, el paisaje psicológico de cada español sea bastante limitado y monótono, escasamente parecido a la difícil variedad de las tierras peninsulares.
A lo mejor uno se mira por dentro y se encuentra abrupto. Tener ideas más bien firmes que cristalizan en conductas sobrias y hasta un poco esquinadas: he aquí un derecho. Pero no hasta el punto de eliminar, por sistema, el suave declive psicológico para un mejor diálogo. No siempre el acantilado se enfrenta con el océano para la lucha del oleaje y la contumacia de la espuma. La belleza brava de la costa alta descansa, un tanto, en la seguridad de que un poco más allá, mar y tierra se abrazan con desmayo mutuo en la tregua de la playa, es decir de la amiganza ocasional. Los españoles vamos quizás a veranear mas bien a las ciudades o lugares marítimos para compensar la seca índole mesetaria de nuestro carácter ¿Vamos a que nuestro hirsuto paisaje interno aprenda —en la geografía playera— a ponernos al nivel del mar dialogante e igualitario? ¿Vamos a que nuestro personal "país lírico", acreciente opciones de paisaje, disminuyendo así un talante monocorde? ¡Bah! Eso es literatura, amigo. No son, en España concretamente, menos pedregosas las gentes del litoral. Y, en ocasiones, los hombres más pacíficos viven y yacen en las altas, serrijosas, tierras del romancero. Y, ¿qué es mejor, ser épico o lírico? Otra sandez de pregunta porque, desde hace mucho tiempo ya, los hombres no se dividen en épicos y líricos. De una parte vivimos una época "anti-heroica" y desmitificante y nadie —puede que esto constituya una gran pena— quiere parecerse ni desde lejos al Cid o Bernardo del Carpio. Pero también lo lírico tiene ahora cotización bajísima. Por supuesto, aunque en su secreto fondo muchas lo sean todavía, no hay muchachas románticas. Ni nadie se enamora como Bécquer, ni se suicida como Larra por una pasión imposible. Además, también disminuyen los que ingresan en las academias militares Y más todavía los que atienden una vocación de sacerdote. Época, pues, antiéfica, antilírica y menos religiosa. España, pues, no está como soñaba Giner a la altura de su paisaje. Sigue siendo abrupta, carpetovetónica en la comarca íntima de cada español. Pero sin salida fácil al mar. Con el mar lejos. No obstante, el páramo que, en nuestros siglos grandes, impulsaba a nuestros hombres a la hazaña, al ascetismo, al misticismo o al amor irreducible, no opera ya así.
¿Cómo somos los españoles? Casi en el mismo momento, en el espacio de un día, nos proclamamos —y nos acusamos— violentos y serenos, ingobernables y maduros, generosos y envidiosos. Quevedo auscultó, ya para siempre, la "envidia nacional". Empero existe también una gracia muy española y un honor que pica siempre más alto, y un orgullo que es virtud mirado de frente y pecado visto al envés. Y es posible que todo esto no sea ya literatura. El carácter hispano se fraguó en varios hornos. Don Américo y don Claudio discutían mucho sobre esto y a veces muy carpetovetónicamente.
En España somos imprevisibles, precisamente porque la fragua —y también la forja— de nuestro modo es complejísima. Por eso son muchas las ocasiones históricas—y puede que la actual sea una— en que no sabemos ciertamente lo que queremos ¿Mas bien estamos enterados de lo que no queremos que de lo que queremos? Esto no puede decirse que sea precisamente, una virtud. Aunque Malraux así lo estime cuando escribía que "cuando usted sabe lo que quiere ya está aburguesado". No es así. El hombre nace desorganizado —más desorganizado que los animales— porque Dios le ha obsequiado con la potestad de que pueda él mismo organizarse. Y para organizarse, lo primero es saber lo que se quiere. Si no nos logramos si no alcanzamos, cada uno para si, su constitución orgánica, su concepción del mundo, ¿qué podemos ser más que aquellos fantasmas que vio Dante en el Infierno y de los que Virgilio, el mantuano, le informa? "Son muertos que se figuran que viven".
Lo cierto, piensa uno, es que los españoles somos gente que debe tener cuidado y ser avisada de sí misma. Desde luego jamás seremos mediocres como los suecos, pongo por caso, pero nuestras superioridades y nuestras pujanzas pueden trocarse, al menor descuido, en desbordamientos. Si nos inundamos de nosotros mismos, estamos perdidos. Indudablemente la moderación no fue nunca nuestra virtud. O no fue jamás nuestro defecto. Según se mire.
Borges, que ha dado a nuestra literatura trato desigual, suele desconcertarse un tanto cuando habla de nuestra España, de nuestra Patria —perdón, de nuestro país—, pero concluye siempre pensando que no puede olvidársela. «Madre de ríos, de espadas y de multiplicadas generaciones, incesante y fatal». Alegrémonos de lo de las «espadas» y de lo de las «generaciones». Orgullezcámonos, más aun, de lo de «incesante». Porque, en efecto, ¿cómo va a poder nunca España quedar cesante? Tal cesantía se viene predicando desde varios siglos atrás en más de una cancillería. Es por no estar enterados, es un no conocernos. Pero ya gusta menos lo de «fatal». No hay un «fatum» para España y para su grandeza que puede ser dramática y quizás debe serlo, ya que no hay grandeza sin drama. No por eso ha de ser trágica. Quizás drama y tragedia son conceptos opuestos. Abruptos por constitución, estamos abocados por vocación a la esperanza. De ahí, un optimismo.
|