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El joven José Ortega y Gasset de 1904 escribe a don Miguel de Unamuno. Entonces, el profesor de Salamanca ha cumplido los cuarenta y el futuro filósofo —ya por aquellas calendas mucho más que una joven promesa— ha rebasado los veinte. La carta, naturalmente no es inédita. La publicó el mismo don Miguel. En ella, Ortega alude a Ramiro de Maeztu en tonos encomiásticos. «Es —dice— el hombre más bueno, más de primer movimiento, más sincero, más niño, en fin, con menos redroideas de cuantos andan con una pluma en la mano». La palabra «redroidea» es expresiva. Yo no la he visto sino en Ortega. No viene en el Diccionario de la Lengua. ¿Qué es una redroidea? Imagino que una redroidea —si se atiende su etimología-;- es una contraidea, o, si se prefiere, una idea vuelta del revés. O... ¿se trata de una idea a la que se ve el forro y no el paño? De cualquier forma, una redroidea, según se deduce del contexto de Ortega, es algo que carece de frescura, de primer movimiento, de impulso fontanal; de autenticidad diríamos hoy.
Ahora, a uno se le ocurre preguntar: Las redroideas, ¿eran privativas en el ambiente cultural de la España de 1904, o son también, pertenecen también, a nuestro tiempo? ¿Escribe, actualmente, todo el mundo dejándose llevar de su fuente, de su radical impulso primero, o somete sus ideas a tratamiento y adorno, reelaborándose a fin de que cuadren mejor o no disuenen? So pretexto de originalidad ¿no se rizan los rizos del concepto, se sacan dobladillos al pensamiento y se sofistican emociones y fervores? No escasean en el momento vigente escritores y periodistas que se han hecho famosos por su constancia —más bien pertinacia— en combatir ideas viejas, prácticas caducas, costumbres antiguas. Esas ideas, prácticas y costumbres cayeron por sí solas y, no obstante, esos escritores y periodistas las siguen combatiendo como si aún estuvieran ahí. Yo me digo: Esos hombres, ¿tienen ideas nuevas y generosas o nada más tienen contraideas, redroideas? De otra parte, están los oscuros rebuscamientos literarios y filosóficos cuya pretensión —creo— no es otra que la de prolongar mediante una presentación altisonante y equívoca (barroca y confusa) contenidos mentales que si se presentan con claridad no tienen acogida alguna. Estoy tentado a pensar que todo el prestigio de Marcuse se debe a sus «redroideas». Porque «redroidea» es también acumular círculos de oscuridad, alrededor da una idea central que, entendida demasiado bien, se convierte en tópico si no se la arropa de terminologías, relaciones y derivaciones sinuosas. También —no puede negarse— están las «redroideas» de los reaccionarios; de quienes, a contrapelo, preconizan para el siglo que viene el mismo peine y el mismo peinado usados por el siglo que pasó. ¿Y los pedantes que horadan de laberínticas ingenierías ineficaces, las vanidades de siempre y las vulgaridades de siempre?... ¿Y los adaptadores —más bien aposentadores— afanados en buscarnos la localidad (el sitio que nos corresponde) en el teatro del mundo, imponiéndonos el asiento que probablemente no nos gusta ni nos va, pero que es el que, según ellos nos conviene? ¿No es «redroidea» pensar que hay un principio o ley universal de adaptacionismo que impide la libre expansión personalista?... ¿Tiene uno que enfilarse necesariamente en una línea determinada de actitud moral o de ideología prefabricada? ¿Está uno obligado a adoptar —porque la adaptación así lo exige— ideas de almacén, por muy modernizado y acondicionado que el almacén se exhiba?
Pero puede que haya otras «redroideas» aún más nefastas. Las que poco fieles a su confección primigenia son llevadas al tintorero para que las cambie de color. Aquí juegan mucho los intereses próximos. Todos conocemos a hombres que unidos en el alba de sus ideales por un común entusiasmo se dispersaron luego hasta posiciones entogónicas. La explicación suele estar en aquello que decía otro ilustre pensador: «La búsqueda del pan desune». Los ideales refulgían como estrellas; vino la ambición, el afán del dinero o la simple procura de un puesto al sol, y, entonces, cada uno tintó su vida de colores diferentes. Y las redroideas sustituyeron a las ideas. Y hasta hubo guerra de redroideas. Porque, realmente, una guerra de ideas, de auténticas ideas, no corrompidas por el dobladillo, ni por la sofisticación, ni por la pasión, ni por el interés, es difícil, mucho más difícil.
Por supuesto, la política —arte nobilísimo— se contagia, al menor descuido, de redroideas. Parece ser que en Moscú, a pesar de las redroideas que continúan luchando a muerte en el Vietnam, se han firmado unos documentos con propósitos realistas, como el de la reducción de armas nucleares. Gracias sean dadas a Dios. Espectáculo civilizado con fondo musical de «ballet» en el teatro Bolshoi donde la misma noche de la firma del acuerdo se representó el «Lago de los cisnes» ante las jerarquías soviéticas y ante Nixon y sus acompañantes. Esta vez Rusia ha tenido buen gusto escenográfico. Quizás ¡ay!, un buen gusto que vamos perdiendo en Occidente. Figúrense ustedes que viene Breznef a París o a Londres en misión política trascendental y que se le obsequia con una magnífica función de gala a base, por ejemplo, del espectáculo «Cristo Superstar». ¡Cristo Superstar! He ahí una redroidea artística que muchos empiezan a calificar de maravillosa.
Y no: no nos montaremos en la verdad a base de redroideas. Para subir a la verdad es preciso cierta inocencia de niño o de pájaro. («Un cielo grande y sin gente, monta en su globo a los pájaros», escribía Lorca). Las redroideas pueden tener el mismo plumaje que las ideas; pero de parecerse a algún ave es a la grulla que engaña con la apariencia de una única pata, es decir, con un mérito que no es real.
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