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No; no sabríamos qué decir si hubiera que definir al tiempo, aunque en gran parte somos tiempo. San Agustín se daba cuenta del apuro que supone señalar el concepto del tiempo, siéndonos sin embargo tan patente. Lo primero que se nos ocurre es suspirar, porque ¡cómo pasa! "¡Cómo pasa el tiempo!". No obstante, ¿no cabe pensar que más bien queda? El mundo es mundo por su historia adherida, operante y a cuestas. Usted, lector, y yo, también somos lo que somos, porque "cada uno es cada uno"...; pero con nuestra edad, por los años respectivos a la espalda. El tiempo, pensaba Heidegger, es la "estructura de la posibilidad". Todos nuestros ovillos son a base de su hilo y sin él —sin el tiempo— seríamos un puro suceso vacío. Pero, ¿qué es un suceso vacío?
El tiempo, ¿tiene realidad objetiva, es una cosa, o son las cosas las que hacen el tiempo? Es el tiempo quien nos hila y quien nos devana, quien nos hace hombres. Pero, ¿puede concebirse un tiempo puro, autónomo, sin la conciencia humana que lo registra? Allá, el "movimiento rector" de las esferas, los astros midiendo sin error el espacio y la duración del cosmos. El tiempo como "arithmos kinéseos", medida del movimiento, que señalaba Aristóteles. Sí, pero el hombre no mide sus horas al ritmo sidéreo. Y no son iguales nuestros momentos. Cada instante que llega es una novedad radical para el hombre, intuye Bergson; y nuestro "yo" contiene todo nuestro tiempo pasado, como la bola de nieve encierra todo su rodar anterior. Es que el "rodaje" humano no termina jamás, pero, de otra parte, al encararnos con el futuro no podemos hacerlo sino con el bagaje de nuestro pretérito. Yo y mi tiempo. Yo no soy una voluntad, o un fervor, o un dolor..., que se alzan solos. Yo me formo de todo lo que hay en mí. Actúo, y siento y pienso, desde este día concreto, pero me llega, colaborante e inapelable, a través de la lejanía aquel niño de la primera zozobra, aquel enamorado adolescente de la primera encendida mirada, aquel triste del primer pecado, aquel fervoroso que encontró su Pentecostés...; aquel miedo de la guerra, aquel viaje, aquella noche del primer hijo. Yo, con mis días; a veces arrugados y aplastados dentro; a veces sahumados y devueltos a la luz desde lo hondo.
El relevo del año se presta a todo. A la frivolidad, a la nostalgia, al propósito, al desaliento, al júbilo. Es la inminencia del misterio del tiempo. ¿Qué tiempo? El reloj casi me habla de un tiempo mecánico. Pero mi corazón marca los segundos por su cuenta. Mis recuerdos se rigen por un cómputo distinto. Encaramados en la conciencia, mis deseos esperan "otro" tiempo. He ahí la copa de champaña. La espuma quiere abrir paso a una felicidad. No se sabe cuál. No hay que pararse a elegir, no da tiempo el tiempo. ¿De qué año, de que tiempo hablamos cuando decimos y gritamos "feliz año"?
Está el coro de los pesimistas y el coro de los optimistas. Los que temen que 1977 derrape y los que le preven ajustado a todos los mandos. Pero ese es el mundo de afuera, el de los grandes acontecimientos, el de la política, incluso el mundo de los astros. Se impacienta mientras, en su círculo el mundo personal, el del propio negocio y el del ocio particular. Otro mundo y otro tiempo. ¿No es éste el drama? Aurigas de dos tiempos —el de fuera y el que nos suena interior— quisiéramos coordinar los movimientos, pero son distintas las espuelas y cada freno tiene su clave.
Cuando queremos hacer de nuestra existencia una autenticidad, corremos siempre un riesgo. El de defraudar al tiempo desde nuestro tiempo, o el de hacernos traición por pretendida lealtad a lo temporal que nos sojuzga. Una cosa es que el tiempo sea buena parte de nuestra estructura —que nos hayamos hecho en el tiempo—, y otra, opuesta, que confundamos al tiempo con la actualidad. El actualismo a ultranza —muchos llaman al prurito "actualista" ir con el tiempo—, es más bien contra-tiempo. Al fin y al cabo a ningún tiempo presente le viene la calidad de la novedad. Hay periodos no cualificados del tiempo —"chrónois"— asépticos e incoloros, con carácter de intermedios. La Historia ha abundado en épocas así. Pero existen otros momentos cruciales, relevantes —"kairois" los llama Pablo de Tarso, refiriéndolos a la historia de la salvación— en que una intervención decisiva, eminente, insoslayable, hace cambiar el curso de los acontecimientos. Es aplicable la distinción para el tiempo personal de cada uno. Generalmente, en Nochevieja, al recapitular, al examinar nuestra vida, brillan los "kairois", es decir, las ocasiones que imprimieron un giro, una iluminación, una conversión, una gracia o una desgracia a nuestra vida. Y otros largos períodos del pasado quedan en la penumbra o en la oscuridad. Son los "chronois" para el olvido. Menos en Nochevieja con nuestro tiempo acumulado, con nuestra bola de nieve, con nuestros años ovillados. Fosforecen con luz propia, irreducible, sucesos lejanísimos. Otros, más recientes, defintivamente se han borrado.
No sabemos conceptualizar al tiempo. Pero en Año Nuevo celebramos su Fiesta. ¿Qué encargo? De pronto, he abierto el libro de un filósofo y me he encontrado este programa para el tiempo. Está formulado para 1917, pero es enteramente aplicable para ahora. Dice así: "Esfuerzo por la unidad contra el gusto de la dispersión. Roma contra Babel. La política de misión contra la política de irresponsabilidad. El arte de la belleza contra el arte de la (espontanea) expresión. La figura contra las corrientes. La autoridad contra la anarquía. El signo del Labrador contra el del Rústico...". Era el programa novocentista de don Eugenio d'Ors.
Un autor cristiano ha dado, desde una superior perspectiva, esta especie de aviso sobre el tiempo: "Para el cristiano el tiempo es un ya pero todavía no". Mientras el tiempo no se pare, o el tiempo no nos pare, ningún "ya" puede acabar de contentarnos, ni ningún "todavía no" puede ser suficiente para sumirnos en el cansancio.
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