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RELEVO EN EL TIEMPO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 5 de enero de 1977

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No; no sabríamos qué decir si hubiera que definir al tiempo, aunque en gran parte somos tiempo. San Agustín se daba cuenta del apuro que supone señalar el concepto del tiem­po, siéndonos sin embargo tan pa­tente. Lo primero que se nos ocurre es suspirar, porque ¡cómo pasa! "¡Có­mo pasa el tiempo!". No obstante, ¿no cabe pensar que más bien queda? El mundo es mundo por su historia adherida, operante y a cuestas. Usted, lector, y yo, también somos lo que somos, porque "cada uno es cada uno"...; pero con nuestra edad, por los años respectivos a la espalda. El tiempo, pensaba Heidegger, es la "es­tructura de la posibilidad". Todos nuestros ovillos son a base de su hilo y sin él —sin el tiempo— seríamos un puro suceso vacío. Pero, ¿qué es un suceso vacío?

El tiempo, ¿tiene realidad objetiva, es una cosa, o son las cosas las que hacen el tiempo? Es el tiempo quien nos hila y quien nos devana, quien nos hace hombres. Pero, ¿puede con­cebirse un tiempo puro, autónomo, sin la conciencia humana que lo registra? Allá, el "movimiento rector" de las es­feras, los astros midiendo sin error el espacio y la duración del cosmos. El tiempo como "arithmos kinéseos", me­dida del movimiento, que señalaba Aristóteles. Sí, pero el hombre no mi­de sus horas al ritmo sidéreo. Y no son iguales nuestros momentos. Cada instante que llega es una novedad ra­dical para el hombre, intuye Bergson; y nuestro "yo" contiene todo nuestro tiempo pasado, como la bola de nieve encierra todo su rodar anterior. Es que el "rodaje" humano no termina jamás, pero, de otra parte, al enca­rarnos con el futuro no podemos ha­cerlo sino con el bagaje de nuestro pretérito. Yo y mi tiempo. Yo no soy una voluntad, o un fervor, o un do­lor..., que se alzan solos. Yo me formo de todo lo que hay en mí. Actúo, y siento y pienso, desde este día con­creto, pero me llega, colaborante e inapelable, a través de la lejanía aquel niño de la primera zozobra, aquel enamorado adolescente de la primera encendida mirada, aquel triste del primer pecado, aquel fervoroso que encontró su Pentecostés...; aquel mie­do de la guerra, aquel viaje, aquella noche del primer hijo. Yo, con mis días; a veces arrugados y aplastados dentro; a veces sahumados y devuel­tos a la luz desde lo hondo.

El relevo del año se presta a todo. A la frivolidad, a la nostalgia, al pro­pósito, al desaliento, al júbilo. Es la inminencia del misterio del tiempo. ¿Qué tiempo? El reloj casi me habla de un tiempo mecánico. Pero mi corazón marca los segundos por su cuen­ta. Mis recuerdos se rigen por un cómputo distinto. Encaramados en la conciencia, mis deseos esperan "otro" tiempo. He ahí la copa de champaña. La espuma quiere abrir paso a una felicidad. No se sabe cuál. No hay que pararse a elegir, no da tiempo el tiem­po. ¿De qué año, de que tiempo hablamos cuando decimos y gritamos "feliz año"?

Está el coro de los pesimistas y el coro de los optimistas. Los que temen que 1977 derrape y los que le preven ajustado a todos los mandos. Pero ese es el mundo de afuera, el de los gran­des acontecimientos, el de la política, incluso el mundo de los astros. Se impacienta mientras, en su círculo el mundo personal, el del propio negocio y el del ocio particular. Otro mundo y otro tiempo. ¿No es éste el drama? Aurigas de dos tiempos —el de fuera y el que nos suena interior— quisié­ramos coordinar los movimientos, pero son distintas las espuelas y cada fre­no tiene su clave.

Cuando queremos hacer de nuestra existencia una autenticidad, corremos siempre un riesgo. El de defraudar al tiempo desde nuestro tiempo, o el de hacernos traición por pretendida leal­tad a lo temporal que nos sojuzga. Una cosa es que el tiempo sea buena parte de nuestra estructura —que nos hayamos hecho en el tiempo—, y otra, opuesta, que confundamos al tiempo con la actualidad. El actualismo a ultranza —muchos llaman al prurito "actualista" ir con el tiempo—, es más bien contra-tiempo. Al fin y al cabo a ningún tiempo presente le viene la calidad de la novedad. Hay periodos no cualificados del tiempo —"chrónois"— asépticos e incoloros, con carácter de intermedios. La Historia ha abundado en épocas así. Pero existen otros momentos cruciales, relevantes —"kairois" los llama Pablo de Tarso, refiriéndolos a la historia de la salva­ción— en que una intervención deci­siva, eminente, insoslayable, hace cambiar el curso de los acontecimien­tos. Es aplicable la distinción para el tiempo personal de cada uno. Gene­ralmente, en Nochevieja, al recapitu­lar, al examinar nuestra vida, brillan los "kairois", es decir, las ocasiones que imprimieron un giro, una ilumi­nación, una conversión, una gracia o una desgracia a nuestra vida. Y otros largos períodos del pasado quedan en la penumbra o en la oscuridad. Son los "chronois" para el olvido. Menos en Nochevieja con nuestro tiempo acumulado, con nuestra bola de nieve, con nuestros años ovillados. Fosfore­cen con luz propia, irreducible, suce­sos lejanísimos. Otros, más recientes, defintivamente se han borrado.

No sabemos conceptualizar al tiem­po. Pero en Año Nuevo celebramos su Fiesta. ¿Qué encargo? De pronto, he abierto el libro de un filósofo y me he encontrado este programa para el tiempo. Está formulado para 1917, pero es enteramente aplicable para ahora. Dice así: "Esfuerzo por la unidad con­tra el gusto de la dispersión. Roma contra Babel. La política de misión contra la política de irresponsabili­dad. El arte de la belleza contra el arte de la (espontanea) expresión. La figura contra las corrientes. La auto­ridad contra la anarquía. El signo del Labrador contra el del Rústico...". Era el programa novocentista de don Eugenio d'Ors.

Un autor cristiano ha dado, desde una superior perspectiva, esta especie de aviso sobre el tiempo: "Para el cristiano el tiempo es un ya pero to­davía no". Mientras el tiempo no se pare, o el tiempo no nos pare, ningún "ya" puede acabar de contentarnos, ni ningún "todavía no" puede ser suficiente para sumirnos en el can­sancio.