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Se comparó la entrada de Ford al poder en U.S.A. a la subida de una persona a un avión en vuelo. No iba el nuevo presidente a poner nada en marcha ni tenía tiempo para prepararse. Tenía que limitarse —y "tener que limitarse" implica, paradójicamente, la mayor de las dificultades— a continuar un vuelo, acelerándolo o frenándolo; imprimiéndole un ritmo, pero siempre ateniéndose a una ruta previa; y a hacer lo futuro un poco en función de lo ya hecho. Rectificando, pero no anulando; proponiendo, y no rompiendo; en visión bifronte y con una mentalidad liberal y atenta al contorno que no podía excusarse, sin embargo, de seguir el dictado de la propia convicción y del personal criterio.
Pero esto de subirse al avión —o al tren— en marcha, con la agilidad y con la elasticidad de músculo que supone,, es dificultad (o más bien "prueba") que ha de superar no ya Ford, sino cualquier gobernante. No ya cualquier gobernante político, sino, en general, toda persona llamada a dirigir algo, a poner su trabajo y su iniciativa en una empresa. Iniciativa, hemos escrito. No se puede del todo ser persona si en el magín no se cuecen iniciativas, si falta imaginación o creatividad para llevar a cabo un esfuerzo, o si no hay voluntad fervorosa que haga arder las ideas incoadas, iniciadas. Empero, la iniciativa no puede ser tan grande —o diríamos tan "pura" o tan nueva— que pueda prescindir de las circunstancias. Con ideas solamente, por limpias o nítidas que sean, no se hace el mundo. Quizá nada más Dios pudo convertir, sin apoyo de nada, su idea de la Creación en la Creación misma. El hombre tiene que mirar a derecha e izquierda antes de hacer lo que quiere hacer. No se puede fiar de sus inéditas aportaciones de una manera total, absoluta. Ilusión... y pies en la Tierra.
Mirada al frente, pero no tan heroicamente lejana que se confundan perspectivas y no se dé espacio al aire. Estas son las recetas del realismo. Y no para poner cortapisas a la "iniciativa", sino, precisamente, para lograr que la iniciativa se inicie (y valga la expresión) con éxito. Es lo que olvidaba Don Quijote, hombre de iniciativas absolutas. Puede que la locura —sea cual sea y por sublime que sea— no entrañe otra cosa que una iniciativa sin límite, aséptica, incontaminada y sin gravedad (sin peso) en su cámara neumática. Aunque, además de la iniciativa avasallante del loco, está la no menos exclusivista del tonto. También la tontura reclama plenos poderes para, sus propósitos, para sus criterios opacos, para sus aberraciones. El loco y el tonto —tan diferentes— se parecen, sin embargo, en que ni uno ni otro son capaces de subirse a un avión o a un tren en marcha. Es decir, ni el tonto ni el loco saben iniciar continuando. Por eso, ambos podrán soñar e incluso vivir soñando (soñando ideas el loco y soñando sus angosturas el necio), pero sería delito llamarles, convocarles, para pilotar un Gobierno, una misión, una comunidad. Ni siquiera un club de amigos. Ni siquiera un equipo de fútbol o un equipo de cocina...
Pues, bueno. Nunca faltaron ejemplos de tontos o de locos al frente de algo importante. Y los peores, los tonti-locos, como ese actual déspota sin frente, de cuyo nombre mejor es no acordarse en la cumbre de un Estado (?) africano. El tonti-loco no solamente ignora el arte de subirse en un avión en vuelo, sino que, al hacerse con él, quiere que el avión prescinda de las leyes de la aerostática y pretende someterle a una aerostática imaginada al gusto exclusivo del piloto. El tonti-lóco es ya un criminal. El tonti-loco quiere apagar con fuego y encender con agua. Y esto no es ya ir u obrar contra esto o lo otro. Es actuar en el mundo contra el mundo, en total desarticulación —desorden— y anarquía.
Cuenta en algún lugar Pitigrilli que existe una condecoración, un distintivo, en Nepal —"la estrella de Nepal"— que confiere a los hombres de honradez probada y sobresaliente el derecho de hacer dar treinta azotes de bambú a quienes estimen conveniente. En el fondo, esta facultad del azote al semejante, del castigo al hombre propinado por el hombre, es tan delicada que nada más las personas de probidad garantizada debieran obtenerla. Pero, a veces, sucede al revés. Y de ahí viene la multiplicación de los males. En realidad, un régimen de castigos, incluso de castigos severísimos al delincuente, es necesario en un Estado. Pero un Estado civilizado se diferencia de un seudo-Estado bárbaro o salvaje en que en el primero se entiende bien qué es el Estado y qué es la delincuencia, y en el segundo —caso del déspota aludido y de su Estado africano— se confunde la delincuencia con el Estado.
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