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SARTRE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 26 de octubre de 1976

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Hay un ser opaco, viscoso. Complicado y, no obstante, más bien mostrenco, sin po­ros, sin luz. ¿Es el hombre? Es, por lo me­nos, un momento dialéctico del hombre. Pero éste, revertido "en sí" —terminolo­gía sartriana—, aferrado a una densa absurdidad sin ventanas, enciende, sin embargo, mediante no se sabe qué fulminante, un disparo que se eleva. Y el disparo es ya lúcido y ágil. El disparo se llama "para sí". Equivale a lo que denominamos conciencia. Conciencia de sí mismo. El hom­bre se ve por dentro, desde afuera. Ve su "en sí", ciego y torpe, desde su "para sí", es decir, desde su disparo. Se mira el hombre y fuera de su propia mirada no ve nada que deje de ser inútil. No hay nada digno de su mirada. Mira, pues, su mirada y se asombra, al par, de una luz hecha para proyectar esplendor y de una opacidad que parece dispuesta, precisamente, para rechazar tal esplendor. ¿Para qué, entonces, el "para sí"? ¿Para esclarecer el "en sí"? Pero el "en sí" es impermeable. No admite riego ni rayo. Se abroquela pertinaz, se abriga en su propia pesadez sin remedio. Y, de esta manera, la concien­cia no puede sino ser conciencia de la nada. Enton­ces la luz no acierta sino a registrar una sombra. El "para sí" es una altísima secreción inútil. Se sabe el hombre. Pero su sabiduría es un darse cuenta de que no encontrará lo que busca. Su sabiduría es constatar que sólo topará con la nada. Nada por el norte, nada por el sur. "El hombre es el ser —dice textualmente Sartre— por medio del cual la Nada adviene al mundo".

Tremendo drama. El hombre es una dicotomía ("en sí" — "para sí"), una unida separación (?); una pasión sin motivo; un egoísmo sin fundamento, con el accidente del "amor como hemorragia"; un deseo sin objeto. Resulta que eso, precisamente eso, es se­gún Sartre, el reducto de la libertad. Como no hay motivos para nada, como en rigor es tan absurdo el amor como el odio, como detrás del bien y detrás del mal la oscuridad es la misma..., nada hay que im­pulse a preferir lo alto a lo bajo, o la derecha a la izquierda. La invalidez de los motivos (que no son en autenticidad tales motivos, sino sucedáneos) pos­tula mi "libertad radical". Si algo fuese, de verdad, genuinamente alto, o bueno, o justo, o bello, si hu­biese "valores" además de "hechos", imantarían necesariamente mi voluntad. Si algo fuese malo o in­justo, o bajo, o feo, fatalmente repugnaría a mi vo­luntad. Pero todo es en su entidad real, si no se disfraza o adoba, neutro y absurdo. Y así, mi liber­tad —actuando de desenmascaradora— no sometida a atracción, presión o fuerza que la incline, al no experimentar aliciente que la estimule o dirija hacia algo, queda como un mástil desnudo que se clava hiriente en el centro de cada uno, en perfecta auto­nomía, en desértica soledad. Mástil sin bandera pre­via, idóneo no para elegir entre las banderas, sino para hacérsela a sí mismo. Así yo me hago, existen­cialmente, mi ser y mi libertad a cada instante. No hay instancias ni trascendencias fuera de mí. Ni si­quiera hay razones en mí. Yo las aderezo para mí en mí. Pero sin que por esto me sienta feliz. Porque, en puridad, nada hay en mí que me haga digno de mí. Y la separación entre mi conciencia y mi absur­didad es un vacío que no puede producirme sino vér­tigo, "angustia". La angustia es el oleaje abismal, que se estrella en mi acantilado. Y yo no soy sino el faro —en mi torre, en mi mástil— que ilumina la espuma, o la baba, de mi impotencia, de mi ceguera.

Sartre se mira —¿se ve?— en el espejo turbio de la angustia. Y la angustia es el azogue que recubre la Nada. ¿Qué es el ser ante la nada?

Lo que no ha dicho todavía el filósofo es si, por lo menos, el hombre desde su "libertad radical" va a ser capaz de crear unos valores distintos de los hasta ahora —según él— falsos e inexistentes. Lo que no atina a acometer es la cuestión de si el "para sí", resbalando sobre la pesadez del "en sí", va a operar una asunción del absurdo. Pero, en ese caso, ya pro­yectaría un rayo de esperanza. Cosa que se opone a sus postulados, que contradiría el fundamento sartriano de la nada. Si la libertad ha descubierto la Nada, nada puede salir de la nada. Y si algo saliese de la nada es que la Nada no sería tal: es que la nada —absurdo sobre absurdo— estaría sin des­cubrir.
Sartre, en lugar de intentar aclararse, se compla­ce morbosamente en su callejón. Ha tapiado la posi­ble salida de su laberinto. Cualquier ética —por nue­va que pudiera presentarse carece de lógica desde sus supuestos. Claro que Sartre no cree tampoco en la lógica. Pero es que ni siquiera una "praxis" puede organizarse en la movediza, pantanosa base de una filosofía afilosófica, de un sistemático ilogicismo, de una negación total; total, ontológica y metodológica­mente.

Nada, nada, nada, nada... (San Juan de la Cruz descubrió otras nadas. Pero eran nadas como vien­tres para el nacimiento de todo. Huecos abiertos para lo absoluto. Vacíos para preparar la plenitud del Amor. Sartre aspira a lo contrario. Sartre no fecun­da los vacíos. Sartre quiere pensar el mayor dispara­te. Quiere imaginar un vacío vaciado de su propio vacío. Por ese camino, el autor de "La náusea" tro­pieza con sus inacabables noches que no le suben —como a Juan de la Cruz en su "Noche Oscura"— a ningún monte, sino que le despeñan. El "para sí" y el "en sí", en circuito fatal, se encadenan irreconciliables. Pero es que Sartre cree que así, como com­pensación, salva la "libertad radical". Nada menos que la libertad. Ambiciosa palabra fue siempre la li­bertad. Ambiciosa y noble. En Sartre, la libertad es una ambiciosa tristeza, sin belleza.