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"Tú, cállate y no te metas en lios."
Es el consejo cauto. Lo puede dar la esposa, o el hermano mayor. O la suegra. Y, más veces, el amigo que nos quiere pacíficos, arreglados al uso y costumbre de los "chatos" de antes de comer —cuando se habla de coches, se cuentan los últimos chistes o inocuamente se discute de fútbol— y del "cafelito" en el mostrador que diafaniza los apretados horarios, cuando, si no hay tiempo de comentar nada despacio, es la ocasión de los gestos —breves e intensos— que sustituyen una murmuración, una indignación, una perplejidad. Porque con los gestos (comunicación social de urgencia) damos salida a mucha vida y con ellos, en ocasiones, solemos entendernos mejor que con los discursos.
Pero hay días en que queremos salimos de la rutina. Días en que ante algo o alguien nos alteramos de verdad. Días en que la conversación convencional no basta, ni es suficiente el gesto para el desahogo. A lo mejor, en esos días, uno alza la voz, porque le da la gana —es gratis alzar la voz— y enseña un propósito tremendo. "¡Me van a oír!", se dice entonces, con la mirada un poco alfilerada.
¿Qué es lo que queremos que nos oigan? ¿Alguna verdad llameante? ¿Una protesta peligrosa? Pero la esposa, el hermano mayor, la suegra o el amigo le temen a la verdad que nos proponemos lanzar como una bomba y quieren disuadirnos. Nos toman del brazo, nos hacen avanzar unos pasos para que la serenidad nos acaricie la frente y nos repiten:
—Tú, cállate y no te metas en líos.
Y... no somos nadie. No somos nadie, señor. La distensión llega, la fierecilla de las pupilas se apaga y nos callamos. En el fondo es siempre lo que queremos que pase cuando la indignación nos puja: Que el cauto nos haga convictos de lío (¿qué se gana con líos?, ¿no hay ya bastantes líos?) y que nos guardemos en el fondo del cajón eso que nos proponíamos decir cuando gritábamos lo de "¡me van a oír!". Uno queda valiente con el recurso de declarar paladinamente que "no tiene pelos en la lengua": Pero la prudencia ajena de quien
"bien nos quiere" —él lo dice— engancha la prudencia propia y ya está.
Bien: Pero ¿hay que callarse siempre? Hombre, mil veces acaece lo contrario. Pasa que, en vez de acercársenos el cauto que apaga, nos viene el azuzador que despabila y enciende:
—Bueno, hasta ahí podíamos llegar. No te calles, ¿eh? Habla fuerte, fuerte. No temas. Pega duro.
El despabilador, el encendedor de nuestra adormecida ira puede ser también —¿por qué no?— un buen amigo, o la buena esposa o la problemática suegra. Lo que pasa es que (eso sí), en lo hondo, quien nos levanta el coraje tarda más en convencer. ¡Con lo cómodo que es dejarse de líos y de cuentos! ¿Nos recetan una pequeña furia? Pues calma, calma. Uno contesta al recetador diciendo: "Es que yo me conozco, ¿sabes? Y si empieza el tomate sé que no me voy a poder dominar".
Y esta es la otra manera de no meterse en líos y quedar como los ángeles.
¿Hay, entonces, por fas o nefas, por cautela ajena o propia, por consejo o por asenso, que callarse y dejar el agua correr? ¿También cuando el agua que dejamos correr es, precisamente, la que debíamos beber?
—Más vale la acción que la palabrería; mejor es que actúes, que hagas, que trabajes. Arría tus gritos e iza tus eficacias.
En las anteriores palabras va el consejo astuto. Que se nos da o que nos damos a nosotros mismos. Supone la posición media entre el "me van a oír", que queda en agua de borrajas, y el "no sé si voy a poder dominarme", que, so pretexto del vinagre, evita al vino.
Sin embargo, el tiempo se ha puesto gritador. Contestatario y ruidoso. Hasta para adoptar una actitud de moderación hay que levantar la voz. De lo contrario, la moderación se apaga, se asfixia. Unamuno escribía: "Todo es teatro y en el teatro, si se sirve sopa, conviene vaya hirviendo para que al ver desde los más lejanos puestos el vaho del hervor puedan decir: En efecto, es sopa caliente".
En fin, yo creo que entre tanto ruido, entre tanta pasión, entre tanta actitud radicalizada, la propia moderación y la misma prudencia deben gritar, deben exclamar: "Tienen que oírme". De lo contrario, nadie va a creer en nuestra sopa. Y esto es horrible cuando nuestra sopa es, por lo menos, tan sustanciosa como las demás. Hoy cualquier sinceridad necesita de su humo. De sus humos. Sin su poquito de énfasis, la misma modestia está perdida.
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