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Es frecuente incidir en la nostalgia de un tiempo más tranquilo, menos acuciado, con más espacio para todo. ¿Y cómo era ese tiempo con más tiempo? ¿Es que se trabajaba menos o con más orden? Tanto hablamos hoy de la urgencia y de la prisa que ya uno sospecha que el tópico tiene mucha parte aquí. La realidad es que cualquiera presume de exceso de trabajo y del "tengo infinitas cosas que hacer".
No sé. Es, quizá, que las cosas—pocas o muchas—que hacemos las rodeamos —queriendo o no— de más aparato. Y, desde luego, nadie practicamos aquello del "trabajo púdico". Decía Eugenio D'Ors "que el andaluz es un excelente trabajador, quizás el trabajador español de más aguante, pues nadie como el campesino de estas tierras —argüía como ejemplo— resiste sin grandes muestras de fatiga el horrible sol de la siega andaluza". Pero—añadía don Eugenio—en Andalucía existe como un pudor: se disimula el trabajo y hasta hay un prurito en sus gentes por aparentar que se trabaja menos. Y no falta cierta hipocresía al revés que hace de la pereza una virtud. Y se da más publicidad a la siesta andaluza —sintomática de una pretendida galbana— que al ascetismo laboral de la recolección de la aceituna, durísimo en las mañanas invernales, tan penoso en los rigores de enero como el de los calores caniculares en las faenas de agosto. Atribuía el autor de "La Bien Plantada" este pudor del trabajo andaluz a una sapiencia de reminiscencia bíblica: el trabajo es la sanción impuesta primeramente a Adán y, así, como trabajar recuerda el pecado, se oculta en lo posible el trabajo como se oculta una vergüenza.
No, ya no sucede esto en ninguna parte. Ya nadie disimula sus sudores. Hay un especial interés, por parte de todos, en recalcar que uno trabaja y que trabaja "como un negro".
Vamos a poner las cosas en su sitio. Se me ocurre pensar en esto ahora que, en el día de San José Obrero, hemos celebrado la Fiesta del Trabajo. ¿De verdad trabajamos como negros? No. Uno cree que, ni más ni menos, se trabaja como siempre. Y, en contra de lo que comentaba en su tiempo D'Ors, se trabaja exhibitoria-mente, sin pudor y con alarde. Entramos en la cafetería y nos tomamos lo que sea con gesto doloroso como de quien también al tomarse el café trabaja. Luego, la cartera repleta de documentos, el coche, el paso rápido, peraltan nuestra mirada de hombres "ocupadísimos". Porque, eso sí, ocupados, sí; ocupados lo estamos a todas horas. Pero "ocupados" ¿de qué? Estar ocupado no implica necesariamente el estar metido en un trabajo auténtico, es decir, en un quehacer útil o beneficioso. Estar "ocupado" no es estar "lleno". Porque puede darse el caso de un cabeza vacía azacanado de la mañana a la noche en cosas como éstas: el volante (y no es chófer), la reunión del Consejo (no hay actualmente nadie que no pertenezca a ningún Consejo), la cita en la ventanilla (no hay español que pase una sola jornada sin acudir a una ventanilla de oficina pública para pagar, cobrar o cubrir un impreso), la consulta médica (¿hay alguien que no pierda al menos media jornada laboral en su semana por mor de la enfermedad o molestia que sufre su mujer, alguno de sus hijos o él mismo?), preparar el viaje y las compras ajenas (¿quién no hace un viaje aunque sea chiquitísimo por lo menos cada 15 días?). Y etcétera. Pero todas estas ocupaciones tangencian el auténtico trabajo personal; ocupan el ánimo, inquietan, nos ponen nerviosos, pero inhiben u obstaculizan un esfuerzo capaz de un rendimiento. Si somos sinceros, al fin de la jornada, muchos tendríamos que decir:
—No he parado en todo el día; pero hacer, ¿qué he hecho?
No paramos. Damos vueltas. Subimos. Bajamos. Y qué sensación de dinamismo da lo de bajarse del auto para subirse en el ascensor, lo de cambiar cinco palabras con Fulano y seis y media con Mengano. ¡Y el teléfono! ¡Cómo se nos sube la actividad a la cabeza cuando oímos doce veces a la mañana el timbre del teléfono y otras doce hacemos girar el disco dócil a nuestra prisa! ¿Yo y mi circunstancia? ¡Qué va! ¡Yo y mi prisa! Mi prisa exhibida, proclamada y programada. Mi actividad. Mi "no tengo tiempo para nada", dicho con énfasis triunfalista y agresivo. Y luego unas gotas de hipócrita nostalgia: Mi padre se pasaba horas y horas en la tertulia de la rebotica.
No paramos. Tampoco para la ardilla. ¿Hace mucho la ardilla? ¿Trabaja? ¿Qué pretende con tanta subida y bajada? Estamos orgullosos de estar sin un instante libre. Y, a lo mejor, cada ocupación nos rebaja un poco el contenido del cerebro. Tenemos mil cosas en la cabeza. (Bueno, decimos bien: cosas. Las cosas, en la cabeza, suelen quitar el sitio a las ideas.)
Si cualquier día es bueno para un propósito, en el Día del Trabajo cada uno de nosotros debiera de decirse: Voy a trabajar. Y, luego, pensar: Para trabajar de verdad voy a moverme un poquito menos, porque lo que se pierde en velocidad se gana en fuerza. Para trabajar voy a suprimir mi servicio de propaganda, el propio regodeo de airear, de ventilar mis ocupaciones. ¡Vamos a ver si consigo tiempo para algo reduciendo a la mitad el número de veces que digo al día que "no tengo tiempo para nada"! Relajaré mi gesto de hombre decisivo, importante, a ver si así se me enriquece la imaginación. Haré una cosa, y después otra, y después otra. Me ocuparé de mi trabajo; distinguiré entre mis verdaderas actividades y mis ocupaciones flatulentas. ¡Vamos a no dar martillazos de aire en el aire!
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