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DESCONTENTO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 27 de abril de 1972

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Mientras vivimos, todos estamos parcialmente contentos y parcialmente des­contentos. Es lo humano. Es lo normal. ¿Va todo bien? No; "todo", lo que te dice todo no va nunca bien. En cualquier caso, estamos para mejorar aquello que se desvía, para enderezar lo que cojea, para enmendar lo que bizquea. Y, no es la facultad de saber que el mundo es mejorable y que nosotros, los hom­bres, podemos contribuir a eliminar sus defectos, lo que hace interesante, dramática y esti­mulante la existencia? A los animales y a las plantas se les da un mundo hecho, cuyo corte y confección no admite iniciativas. ¿Están los animales contentos con ese mundo que se les ofrece definitivo? Simplemente hay una adecua­ción, una correspondencia, un ensamblaje entre las especies y su medio. Ni contentos, ni descon­tentos, viven. Viven sin divertirse y sin aburrir­se. Es el hombre quien no encaja del todo entre las cosas, en su ambiente, en su medio. Y en­tonces no se limita a vivir la vida que se le da preparada. ¿No viene él, el hombre, de una es­tirpe más alta? ¿No tiene el derecho, e incluso el deber, de una existencia de la que se sienta "colaborador"?

Todo esto de la protesta, de la contestación —tan en boga— es muy razonable. Se protesta cuando se ven defectos. Pero ni los pájaros, ni las ardillas, ni los elefantes le ven defectos al mundo, ni se los ven a sí mismos. El descon­tento surge del choque de una nobleza ideal, que por lo visto traemos al mundo como pasa­porte, con una serie de realidades que enjaulan tal nobleza. Freud interpretaba el fenómeno lle­vando el agua a su molino. Para él no existia, propiamente, el pasaporte de nobleza inicial, sino el magma del inconsciente, rechazado por la realidad: Es decir, un "ello" que, así, transigía con hacerse un "ego". Y luego un "ego" confis­cado por el "super-ego". El "super-ego" da su "código" de derechos y deberes al yo. Pero el yo es ya un "reprimido" que, a su vez, reprime y constriñe al "ello" primitivo. El "ello" origina­rio es una bolsa biológica de instintos, de deseos, de búsquedas ciegas, de caminos que parten de lo hondo de la carne.

¿No es mejor pensar que existe, además, un hondo del espíritu? Sos­pechando al espíritu es explicable el optimismo y la esperanza de que los males del mundo y los personales pro­pios tengan remedio. Creyendo que el inconsciente implica el fundamen­to de la estructura humana y que lo demás —conciencia inclusive— es so­bre-estructura, no hay motivos para postular una moral. Ni aun para pos­tular una libertad.

¡Vamos a ver! ¿Qué indicios para creer en la libertad existen si se pro­fesa un credo materialista, sea freudiano, o sea marxista? Si nos condi­ciona el ambiente, si enteramente de­pendemos de la sociedad que nos sir­ve de atmósfera, si es la herencia quien marca dirección o sentido a nuestra conducta, si los factores de raza o de posición histórica no sólo nos influyen, sino que nos marcan, por decirlo así, hasta el tatuaje psi­cológico, ¿en qué nos basamos para hablar de libertad? Si la Historia es un inexorable despliegue de la dialéc­tica de los medios e intereses econó­micos, ¿hay hueco para la más pe­queña iniciativa? Y si el magma del subconsciente gobierna, aunque no reine, ¿qué hacer con nuestros bellos propósitos de belleza, de razón, de jus­ticia?

No se puede negar que el hombre —ser inestable— está notablemente influido —influido y no determinado— por los condicionamientos sociológi­cos, psicológicos, de herencia, de instinto, de raza, de posición histórica y de interés económico. Pero el cris­tianismo nos trajo la buena nueva de que, a pesar de sus cercos, de sus agobios, el hombre podía abrir bre­cha en sus murallas y salir a la li­bertad, dueño de su bandera y de sí mismo, colaborador de Dios en la hechura —y hasta en la cochura— de su índole. Fue el cristianismo quien nos permitió creer que el mundo es mejorable y que ya aquí y ahora, po­demos empezar a preparar un mun­do temporal más confortable. Por tan­to, el cristianismo nos anima a la contestación y a la protesta.

Ahora bien: No hay que olvidar la segunda parte. Los virus del mal que nos incitan el descontento están cer­ca de cada uno. No hay que peregri­nar, ni salir de excursión para ven­cerlos. ¿Están cerca? Están dentro de cada uno. Cualquier hombre que sea verdaderamente honrado tiene la obli­gación de "protestarse a sí mismo". Mucho más si, además de honrado, es cristiano. Porque entonces sabe (y no puede esquivar esta sapiencia) que el pecado existe. Y que adquirir la "con­ciencia del pecado" constituye el pri­mer y fundamental expediente para ir desbrozando al mundo de toda esa mala hierba que nos levanta la indig­nación, el grito y la rebeldía.

Lo malo que tiene la Contestación de moda (y pongo Contestación con mayúscula, por las dimensiones de en­diosamiento que se irroga) es que está mal organizada. No sabe por dónde empezar. Ni acierta con el diagnóstico, ni con el pronóstico, ni con el remedio. Tiene instinto, pero carece de brújula. Usa razones, pero no suele polarizarse hacia la ver­dad. Más grita que habla. Observa poco y denuncia mucho, ignora que lo complejo de las cuestiones requie­re algo más que la ira. La ira siem­pre es simplista. Además —en muchos casos—, la Contestación aspira a un maximalismo moral. Es demasiado cuando dentro de muchos aspirantes se ausculta más bien un minimalismo ético. Porque esos contestatarios mal organizados empiezan por un angelismo y terminan por un fariseísmo que ve la paja en el ojo ajeno. De otra parte, no hay realismo ninguno cuan­do se cree que el mundo —este mun­do— puede algún día darnos la feli­cidad absoluta y completa. ¿Qué es la Felicidad, con mayúscula? Nadie tie­ne experiencia de ella. Es algo que se nos promete, pero para cuando halla­mos llegado a la otra ribera. Aquí, parcialmente contentos y parcialmen­te descontentos, nada más nos cum­ple menguar las márgenes del descon­tento. Menguarlas más cada jorna­da. Pero conscientes de que es mu­cho más razonable creer en Dios que tener fe en la utopía.