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Mientras vivimos, todos estamos parcialmente contentos y parcialmente descontentos. Es lo humano. Es lo normal. ¿Va todo bien? No; "todo", lo que te dice todo no va nunca bien. En cualquier caso, estamos para mejorar aquello que se desvía, para enderezar lo que cojea, para enmendar lo que bizquea. Y, no es la facultad de saber que el mundo es mejorable y que nosotros, los hombres, podemos contribuir a eliminar sus defectos, lo que hace interesante, dramática y estimulante la existencia? A los animales y a las plantas se les da un mundo hecho, cuyo corte y confección no admite iniciativas. ¿Están los animales contentos con ese mundo que se les ofrece definitivo? Simplemente hay una adecuación, una correspondencia, un ensamblaje entre las especies y su medio. Ni contentos, ni descontentos, viven. Viven sin divertirse y sin aburrirse. Es el hombre quien no encaja del todo entre las cosas, en su ambiente, en su medio. Y entonces no se limita a vivir la vida que se le da preparada. ¿No viene él, el hombre, de una estirpe más alta? ¿No tiene el derecho, e incluso el deber, de una existencia de la que se sienta "colaborador"?
Todo esto de la protesta, de la contestación —tan en boga— es muy razonable. Se protesta cuando se ven defectos. Pero ni los pájaros, ni las ardillas, ni los elefantes le ven defectos al mundo, ni se los ven a sí mismos. El descontento surge del choque de una nobleza ideal, que por lo visto traemos al mundo como pasaporte, con una serie de realidades que enjaulan tal nobleza. Freud interpretaba el fenómeno llevando el agua a su molino. Para él no existia, propiamente, el pasaporte de nobleza inicial, sino el magma del inconsciente, rechazado por la realidad: Es decir, un "ello" que, así, transigía con hacerse un "ego". Y luego un "ego" confiscado por el "super-ego". El "super-ego" da su "código" de derechos y deberes al yo. Pero el yo es ya un "reprimido" que, a su vez, reprime y constriñe al "ello" primitivo. El "ello" originario es una bolsa biológica de instintos, de deseos, de búsquedas ciegas, de caminos que parten de lo hondo de la carne.
¿No es mejor pensar que existe, además, un hondo del espíritu? Sospechando al espíritu es explicable el optimismo y la esperanza de que los males del mundo y los personales propios tengan remedio. Creyendo que el inconsciente implica el fundamento de la estructura humana y que lo demás —conciencia inclusive— es sobre-estructura, no hay motivos para postular una moral. Ni aun para postular una libertad.
¡Vamos a ver! ¿Qué indicios para creer en la libertad existen si se profesa un credo materialista, sea freudiano, o sea marxista? Si nos condiciona el ambiente, si enteramente dependemos de la sociedad que nos sirve de atmósfera, si es la herencia quien marca dirección o sentido a nuestra conducta, si los factores de raza o de posición histórica no sólo nos influyen, sino que nos marcan, por decirlo así, hasta el tatuaje psicológico, ¿en qué nos basamos para hablar de libertad? Si la Historia es un inexorable despliegue de la dialéctica de los medios e intereses económicos, ¿hay hueco para la más pequeña iniciativa? Y si el magma del subconsciente gobierna, aunque no reine, ¿qué hacer con nuestros bellos propósitos de belleza, de razón, de justicia?
No se puede negar que el hombre —ser inestable— está notablemente influido —influido y no determinado— por los condicionamientos sociológicos, psicológicos, de herencia, de instinto, de raza, de posición histórica y de interés económico. Pero el cristianismo nos trajo la buena nueva de que, a pesar de sus cercos, de sus agobios, el hombre podía abrir brecha en sus murallas y salir a la libertad, dueño de su bandera y de sí mismo, colaborador de Dios en la hechura —y hasta en la cochura— de su índole. Fue el cristianismo quien nos permitió creer que el mundo es mejorable y que ya aquí y ahora, podemos empezar a preparar un mundo temporal más confortable. Por tanto, el cristianismo nos anima a la contestación y a la protesta.
Ahora bien: No hay que olvidar la segunda parte. Los virus del mal que nos incitan el descontento están cerca de cada uno. No hay que peregrinar, ni salir de excursión para vencerlos. ¿Están cerca? Están dentro de cada uno. Cualquier hombre que sea verdaderamente honrado tiene la obligación de "protestarse a sí mismo". Mucho más si, además de honrado, es cristiano. Porque entonces sabe (y no puede esquivar esta sapiencia) que el pecado existe. Y que adquirir la "conciencia del pecado" constituye el primer y fundamental expediente para ir desbrozando al mundo de toda esa mala hierba que nos levanta la indignación, el grito y la rebeldía.
Lo malo que tiene la Contestación de moda (y pongo Contestación con mayúscula, por las dimensiones de endiosamiento que se irroga) es que está mal organizada. No sabe por dónde empezar. Ni acierta con el diagnóstico, ni con el pronóstico, ni con el remedio. Tiene instinto, pero carece de brújula. Usa razones, pero no suele polarizarse hacia la verdad. Más grita que habla. Observa poco y denuncia mucho, ignora que lo complejo de las cuestiones requiere algo más que la ira. La ira siempre es simplista. Además —en muchos casos—, la Contestación aspira a un maximalismo moral. Es demasiado cuando dentro de muchos aspirantes se ausculta más bien un minimalismo ético. Porque esos contestatarios mal organizados empiezan por un angelismo y terminan por un fariseísmo que ve la paja en el ojo ajeno. De otra parte, no hay realismo ninguno cuando se cree que el mundo —este mundo— puede algún día darnos la felicidad absoluta y completa. ¿Qué es la Felicidad, con mayúscula? Nadie tiene experiencia de ella. Es algo que se nos promete, pero para cuando hallamos llegado a la otra ribera. Aquí, parcialmente contentos y parcialmente descontentos, nada más nos cumple menguar las márgenes del descontento. Menguarlas más cada jornada. Pero conscientes de que es mucho más razonable creer en Dios que tener fe en la utopía.
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