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MUY bien se ha dicho que Pedro Antonio de Alarcón "descubrió", hace un siglo, la Alpujarra, ya que él fue quien verdadera y auténticamente supo acercarse a este trozo entrañable de la geografía andaluza. No es fácil —no lo es nunca del todo— saber acercarse a un paisaje. Diríase que hoy pasamos ante todas las bellezas sin, realmente, lograr captarlas en deleitosa e íntima contemplación. Muy viajeros todos, muy visitadores, nuestro conocimiento de campos, ciudades, playas, monumentos es, más bien, somero. ¿Valdría más visitar menos e intimar más con los lugares a que la vacación o el excursionismo nos lleva? Bien; Pedro Antonio de Alarcón no fue a la Alpujarra en visita de cumplido. Tan amorosa fue la visita que buena parte de la obra del novelista está fecundada por estos parajes. Yo creo que hasta el mismo estilo de Pedro Antonio de Alarcón está como inspirado por la claridad, por la nitidez, por la altura, por la transparencia alpujarreña. Hipólito Taine era un ferviente del determinismo geográfico; pensaba que para el producto de la obra literaria el principal factor es el clima. Ni Mistral hubiera podido escribir —según él— "Mireya" fuera de Provenza; ni Ibsen hubiera acertado con "Juan Gabriel Bormann" si su vida se hubiese desenvuelto diez grados de latitud más al Sur; ni Rousseau hubiera dado jamas en el trópico su "Contrato Social". Exageraba sin duda Taine; sin embargo, la influencia del medio (evitable y algunas veces evitada) está presente la mayoría de las veces en cualquier obra artística. Y quién sabe si los mismos inventos científicos llegan parcialmente condicionados por el "habitat" geográfico. Por ejemplo, creo, es trabajoso concebir a Arquímedes dando forma a su famoso principio en un pueblo de la meseta castaña.
Pedro Antonio de Alarcón se "acercó" —para acercárnosla— a la Alpujarra. Y uno, hoy, desde aquí, se pregunta: ¿Nos acercamos mucho los lectores actuales a Pedro Antonio de Alarcón? ¿No es necesaria, acaso, una campaña —llamémosla, si queréis, una excursión que nos descubra o nos redescubra los egregios valores del novelista granadino?
Es precaria la cultura literaria del español medio respecto a la literatura del XIX. Ni el romanticismo ni el posromanticismo nuestros han sido quizá suficientemente estudiados. Y, así, salvo unos cuantos nombres (Bécquer fue el más afortunado en el naufragio), poco sabemos o poco queremos saber de este período no desdeñable de nuestras letras. Más "moderno" Alarcón —ni romántico, ni pos-romántico—, tampoco cabe incluirle, como a doña Emilia, en la tendencia naturalista que apunta hacia el último tercio del siglo. ("El sombrero de tres picos" fue escrito justamente en 1874, al borde de la Restauración; cuando la tronada positivista se hace bastante audible en nuestras letras; cuando el ferrocarril, tras sus primeros pinitos, empieza a extender su red por nuestra patria; cuando en Andalucía la política agraria olivarera comienza casi a monopolizar los cultivos). Digo que Alarcón, talento literario con talante independiente, a bastantes leguas del apogeo romántico, está en las mismas cercanías de nuestra época. Su humor, su estilo directo, hasta el temario de sus obras, le hacen enteramente legible para el hombre de nuestro tiempo. Quizá don Juan Valera es más elegante, pero sutiliza demasiado y sus núcleos ideológicos se licúan en el disolvente escéptico. El mismo Galdós, nacido diez años después de Alarcón, cuya obra abundantísima fulgura como es sabido en aciertos poco menos que geniales, adolece, en otras ocasiones de esos "agarbanzamientos" que muchos devotos suyos niegan, pero que precisa una miopía para no constatarlos. Sin seguir con el recuento de nuestros escritores o novelistas más o menos próximos que formaban parte de su entorno, cabe decir que hay un mucho de preterición en la fama de Alarcón con respecto a sus coetáneos. Si a Valera o a Galdós se les pone un diez, ¿por qué no poner un nueve por lo menos al autor de "El Clavo", de "El escándalo, de "La pródiga".
Es posible que si se hubiera hecho de Pedro Antonio de Alarcón bandera de algo, su fama sería mayor y habría aumentado el número de sus lectores. Pero el redescubridor de la Alpujarra, era ante todo un hombre de buen sentido, lejos de cualquier extremismo. De otra parte, en Alarcón subsisten todavía arraigados ideales. Hijo de su tiempo no es, sin embargo, un "cronólatra" y hasta al mismo liberalismo lo toma con calma. Todavía hay en Pedro Antonio de Alarcón —en sus novelas— clérigos potables y hasta clérigos virtuosos, próximos a la santidad. (Unos años después, a lo largo de su numerosa obra, don Pío Baroja llegará con un ácido y su raedera y no dejará a un sacerdote decente. Es curioso el censo de curas de las novelas de Baroja. Si se hiciera una estadística, el noventa y nueve por ciento son brutales, obtusos, hipócritas, torpes, desgraciados, incultos. El anticlericalismo de Baroja es tan absoluto, tan sin resquicios, que por excesivo, además de falseado, resulta divertido.)
¿Son el sentido de ponderación, el realismo, la discreción de Alarcón, cualidades que no le hacen enteramente apetecible al lector radicalizado de ahora? Pocos ironistas hay en nuestra literatura tan preclaros como él. Tan preclaros y tan claros. Además, en nuestro novelista se ve la bondad a través de la inteligencia. La porosidad de su prosa es paralela a la de su espíritu. Nada complicado, nada retorcido, la corriente de familiaridad entre autor y lector se establece en seguida en cualquiera de sus novelas. Que —hay que añadirlo— cuando surge lo escabroso, nunca eligen el regato de la ordinariez.
Vuelvo a decirlo. Conviene —e incluso urge—, ahora, una "excursión" a D. Pedro Antonio de Alarcón, picacho un tanto olvidado de nuestra serranía literaria.
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