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A veces, una visión ingenua de las cosas es útil en el tratamiento de ciertos problemas. Aparentemente despistado, el ingenuo puede contribuir con un suplemento de buen sentido —quizá de ironía— al múltiple acopio técnico, científico o simplemente político que el bien informado utiliza. Ahora, cuando el Presidente Pompidou ha hablado de la necesidad de "construir una Europa", el ingenuo, desde su viña, puede replicar: "Una Europa, construir una Europa...; pero, ¿no estaba construida ya?".
Es que la Europa clásica, concebida como síntesis cultural de los fervores intelectuales griegos y de los valores cristianos, caducó. Es como una abadía ruinosa en el boscaje. Heidegger acusaba hace años el peligro cuando se lamentaba del emparedamiento de esta Europa entre Rusia y U. S. A. donde advertía "el mismo frenesí siniestro de la técnica, desencadenada sin la raíz del hombre normalizado". Puede el ingenuo imaginar la paradoja de que es esta Europa, conocida, aunque amenazada, la que se quiere "construir" y encuentra la cosa rara porque él, atareado en su parcela, en su viña, no ha seguido día a día él proceso de desintegración (cuando no de derribo) de una cultura atacada por una civilización, como un Saturno al revés; es decir, como un Saturno devorado por sus propios hijos.
Pero la Europa que quiere levantarse ahora parte de otros supuestos. Por lo pronto aspira a erigirse no sobre un plinto de ideologías y de valores, sino de economías y mercados. ¿No sabe el ingenuo que siempre, siempre, hubo notables interferencias, influencias e interdependencias de lo económico y de lo ideológico? Lo sabe, ya que el "primun vivere" a lo largo de la Historia quiso preceder al "deinde philosophare". Sin embargo, el ingenuo no ignora que, al margen de los intereses (en cualquier caso efímeros, fungibles y variables), Europa instauró su perfil inconfundible, fiel a imperativos de razón y a objetos trascendentes. Es decir, Europa creía en sus fines y para ello se procuraba sus medios. Pero aquella Europa con misión tiene arrasada su techumbre y la hiedra trepa a lo largo de sus pilares. Entonces la Nueva Europa pretende alzarse como un edificio de nueva planta, si bien utilizando por pura estética este o aquel capitel desmontado. El ingenuo no entiende esto del todo. Encuentra, sí, naturalísimo que el instrumental de la civilización se aúne y aumente, que la técnica multiplique sus servicios; pero ¿esta abundancia presunta, a qué fines servirá y cuál va a ser su por qué y su para qué? Será una Europa cuya alta misión se habrá borrado, cuyos fines tendrán que inventarse. Será una Europa sin raíz. (Y esto, cuando China y Rusia forjan sus "místicas" y "ascéticas").
Areilza glosaba recientemente las enormes ventajas de nuestra civilización técnica y, al atisbar el peligro que, no obstante, podía acarrear su floración excesiva, pedía un coraje. Un coraje para subsistir y domesticar, con saludable alegría, sus posibles desvíos. Pero uno se pregunta: ¿Quién pone el cascabel al gato?
Pues bien. Es posible que sea el hombre ingenuo —o tenido por ingenuo, porque la ingenuidad es con frecuencia una sabiduría disimulada— quien aporte soluciones. Puesto que la civilización de la técnica, de la economía y de la sociedad de consumo, se ha puesto "así de grande" y puesto que, según y como, tal grandeza puede ser la del monstruo o la del... ángel; si convenimos que todo depende del "tratamiento", ¿por qué no ilusionarse pensando que el necesario "coraje" puede inoculárnoslo la creencia de que todavía no ha expirado la Europa que nos apresuramos a enterrar? Maritain ha flagelado recientemente la "logofóbia", la "cronolatría", de los espíritus zozobrantes y abdicantes, sumidos en la vorágine de un tiempo que se obstina en correr el telón delante de cualquier inevitable perspectiva metafísica. ¿Qué Europa nos espera si unimos las economías apretadamente, dejando vacíos de contenido a los espíritus? ¿Todas las energías vacantes —vacantes y con inusitados medios para la acción— pasarán al desenfreno? ¿Vacantes o... "bacantes"?
Todavía la ingenuidad tiene el derecho —y seguramente el deber— de ayudar a la Historia pensando que Europa no es el Lázaro que hiede y sobre cuyo sepulcro hay que construirlo todo con arreglo a modelos importados. Todavía hay derecho a esperar en un Lázaro vivo y operante. Momento aún de creer que existen para Europa ideales que piden ser servidos. Y que no hay que reinventarla, porque ya estaba. Tiempo de renovación, sí; no de nueva fundación.
Es muy probable que la política, la diplomacia, la economía y los mercados puedan conseguir para Europa batallas y victorias después de muerta. Pero es más interesante creer que la Europa de Descartes, de Calderón, de Newton, de Goethe, sigue en su vigencia y no ha muerto aún; que sólo duerme. Y ésta sería la aportación sabia del ingenuo.
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