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PATIO DEL REAL CONVENTO DE SANTA CLARA

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 1, núm. 7. Julio de 1950

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Lo conventual está lejos... Él mundo, tan moderno, no cree en la austeridad. Le fastidia al mundo el silencio. El monasticismo, ¡qué rareza! Y no es que ei mundo haya dejado de ser peligroso. Lo que tiene es que, para su uso, quiere adaptar el mundo una religión motorizada. Acción, acción, acción... Pero, ¿y ia oración? ¡Bah!, la oración estaba anticuada; oración, sí, pero en comprimidos. Lo demás «no va con los tiempos». Porque hay que moverse, «hay que moverse»... ¿Y la contemplación? ¿Y la peni­tencia? Bueno..., pero, ¡hay que moverse, hay que mo­verse!

Lo conventual está lejos. Lo del día es la vorágine. Moverse, muchas veces sin saber por qué, ni hacia donde, ni para qué. Moverse porque así lo exigen la vida y los tiempos y...

En el mismo centro de Úbeda este convento de Santa Clara, es una réplica muda —muda y elocuente— a ia concepción moderna de la existencia. Él convento —cual­quier convento— es una isla de quietud. Todas las épocas históricas tienen una supervivencia. Me aquí la más bella supervivencia del medioevo en los frailes y monjas de las antiguas órdenes: los cartujos, los benedictinos, los trapenses... y también los mercedarios, los franciscanos, los dominicos; y, sobre todo, las monjas de clausura. Los conventos de las monjas de clausura, deben haber inventado una vacuna contra el tiempo. Los días resbalan por los muros patinosos de estos refugios de la Oración y de la Pobreza evangélica. Dentro, el tiempo, por no re­sultar liviano, se disfraza de eternidad. Las mismas ora­ciones, las mismas ocupaciones, el mismo trabajo, la mis­ma quietud.

El Real Convento de Santa Clara, de Úbeda, fue visi­tado una vez por la Reina Isabel de Castilla. Quizás fue ésta la única novedad histórica que llevó su husmillo de mundo al ambiente quieto —incienso, armónium, bisbiseo y bordados— del monasterio. Después, los días, los años, los siglos... Siempre igual. Incienso, armónium, bisbiseo, bordados. El patio del Real Convento une a su mérito artístico el mérito espiritual de su silencio, de su luz ta­mizada, de su quietud... y de su aislamiento.