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Se han hecho las grandes plazas monumentales para la Retórica, para la retórica taurina. Naturalmente, esto no es ninguna reticencia contra los toros o contra la retórica. Es, simplemente, «registrar» un hecho.
—Pero, a ver, a ver qué es eso de la retórica taurina. Menos líos y menos...
Precisamente la retórica es la complicación, la bella complicación artística —u otras veces artificial— de las cosas. En la vida, con su estado de naturaleza, las cosas son crudas y sencillas. Viene la retórica y las salpimenta, las adoba, les pone rizos..., las adorna. Todo tiene su retórica. La política tiene su retórica, que es la diplomacia. La lengua tiene la suya, que es la literatura. La alimentación tiene la Cocina... Y el amor, ¿qué sería del amor sin la retórica?
También los toros, el espectáculo de los toros —no podía ser de otra manera— tiene su retórica..., su maquillaje. Cuando la hembra ante el espejo se convierte en bella señorita —rouge, rimmel, pinzas, polvos de color— ¿no practica una maravillosa retórica? Pues he ahí —por ejemplo— la Plaza Monumental de Madrid. No es sino que el viejo tablado de las plazas ibéricas se advirtió un poco hirsuto y...
El contraste es lo bueno de la retórica. Hace siglos, los caballeros se mataban en una sutil esgrima de espadas flordelisadas, estupenda retórica del odio, cortesía y sangre. Pero vinieron las pistolas, y el duelo se quedó en crimen. Los toros han seguido un proceso inverso.
Estaban, al principio, en el espectáculo, nada más que los factores trágicos: el dolor, los gritos, la sangre, la muerte. Para que surgiera el contraste y con él la belleza, era necesaria la colaboración de los factores retóricos: el oro, la seda y la mujer. Así nació el mito de la Fiesta Nacional. Subsistía, sí, la fiesta hirsuta del lance tremendo —sangre roja en la arena, y, en lo alto, el sol—. Pero, ¿y los caireles? ¿Y el traje de luces? ¿Y el amor del torero, lírico pájaro espiritual entre el fragor sudoroso y ebrio? La fiereza se fue dulcificando en fiesta y los rehiletes ironizaron, disfrazados de banderillas, su aviesa intención. Había mujeres en los palcos, pálidas de feminidad y de espanto. Y la música dejaba volar sobre la plaza la bandada inefable. Por eso el ruedo y los tendidos —desechado el tinglado asimétrico de maderas, clavos y cuerdas— se hizo geometría perfecta. Y el torero troqueló su lucha ardorosa en serenas metáforas precisas: el pase de pecho, el natural. Vino el molinete barroco y efectista. Y el adorno afarolado... La retórica taurina llegó a su auge estupendo. Desde el palco o desde el tendido elevado, ¿qué podía advertirse de la lid trágica? Se percibía la ovación redonda y el agitar de pañuelos, todo iluminado de sonrisas y achulado de sombreros de ala ancha. El ruedo trágico..., el ruedo de la lucha bronca empezaba a estar lejano. Ni el bramar del astado, ni el sudar del diestro se veían...
Así, por los caminos de la perfección, como en tantas cosas, vino la decadencia. En los toros, el factor retórico ha doblado el pulso al factor trágico. En arte, poco más o menos, se llama manierismo a esto. Los toreros de ahora, como los pintores italianos post-rafaelistas, son demasiado perfectos. Su toreo —sin tacha— carece de emoción, como carece de emoción un cuadro de Guido Reni o de Sasoferrato. ¿Qué ha pasado? Sencillamente, que la cocina se ha puesto muy empalagosa, que la técnica ha rizado su rizo, que la Retórica ha retocado demasiado el cuadro...
¿Será, pues, perentorio un torero —a lo Verlaine— que «tuerza» el cuello a la retórica? Claro está que, en las épocas de decadencia artística —épocas de perfección formalista— surge, como reacción, el germen primitivista e ingenuo. Se ama lo sencillo, lo aborigen, cuando el mestizaje preciosista lo ha esterilizado todo en torno. Matisse renunció a la perspectiva, conmovido, anegado de admiración ante la pintura rupestre. ¿Por qué a nosotros nos va a estar vedado renunciar al manierismo de las plazas monumentales, para volver al espectáculo, en una plaza de tablados, sin maquillaje, en su primitiva... «salsa»?
Todavía hay, por esos pueblos de Dios, plazas de tablados. Los torerillos beben su copa de coñac, vestidos de luces, antes de la corrida, en la taberna y se dejan tutear de todos. Luego se les ve el sudor y la pelija durante la lucha, porque en las plazas de tablado no hay distancia. Se les ve la palidez y el miedo, y la sonrisa trágica al borde del peligro... Y el toro viene a morir a unos metros del espectador. Se notan sus últimos estertores agoniosos y casi se aspira el vaho caliente de su cuerpo herido. Y, cuando lo «remata el puntillero», se advierte el desplome absoluto de la cabeza inerte y de las patas tensas...
Todavía por esas plazas de Dios se tuerce el cuello a la retórica taurina.
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