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La curva de la fiebre ferial alcanza su mayor altura a esa hora de prima noche, hora densa en que la fiesta, apoplética de gregarismos, despide un vaho tumultuoso y espeso. Entonces, los fuegos artificiales rompen su magia, dan libertad a un ritmo de luz, a una música de colores prefabricada; acotada en conserva, en la salazón de los cohetes.
Después, la curva ferial desciende rápida, se precipita implacable en la madrugada. Es el momento desolado del nocturno de la feria sin temperatura, sumida en atonías pálidas. La iluminación adquiere entonces otro claror: un inusitado claror desierto, sin correspondencia ambiental, sometido al abucheo del silencio...
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Todos estos tipos débiles de la feria, medio grotescos, medio trágicos: el feriante que aguanta bajo las lonas la noche del chaparrón —esa noche, a mitad de la feria, en que tiene que llover para que a la feria «no le falte un detalle»—, y la bailarina del barracón que apenas tiene mujer que lucir, y la avellanera desgreñada y morena que amamanta al chiquillo flácido en el corazón del bullicio, y el «tío» de los columpios que está dormido a las tres de la tarde junto a «las barcas», a la hora en que la feria —todavía sin novios— se pone tan infantil con sus niñeras, con sus chiquillos y con sus pitos; y la muchachilla, mujer en agraz, del tiro al blanco, que se pone un poco triste cuando el «señorito» de buena puntería se lleva dos botellines seguidos, y el niño de los alpargatitos negros y la blusa encima de la carne que necesita dos reales para montarse en los caballitos —que ya son jirafas—, y el vendedor de corbatas que va pregonando «gangas» que luego resultan «gangas»..., todos esos tipos forman, a lo mejor sin ellos darse cuenta, el «color» pintoresquista de la fiesta...
Al lado de ellos pasa la compasión hipócrita de nosotros, los hombres buenos... Desde pequeñitos, ¿verdad?, hemos aprendido a tenerles lástima; a decir de ellos: ¡Pobres feriantes! A decirlo, precisamente, cuando vamos camino del teatro, gabardina debajo del brazo, porque —típico temor burgués— «luego refresca».
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¡Qué fracaso! Los caballitos se han enclaustrado en sus lonas, los altavoces chirriantes han enfundado su música prostituida, las sillas de la verbena están apiladas en deformes pirámides silenciosas... y las cabezas de las gambas —las de junto a la barra del bar— bailan su zarabanda última, mezcladas de serrín, despreciadas por la escoba...
¡Qué vergüenza! En el iluminado «real de la feria» —madrugada alta— se oye ya el canto de los gallos de los corrales. Las estrellitas eternas ironizan desde lo alto... ¿Qué ha pasado, señor? Los hombres son unos pobres animalitos que necesitan dormir.
¿A quién alumbran las bombillas de los arcos maravillosos? Sonó ya el último portazo de la noche de feria... Afinando el oído, a través de las ventanas, de los balcones, puede oírse el estertor de las respiraciones angostas...
¿Es posible que aquella muchachita —tan linda, tan espigada, tan seductora—, la que reía como una virgen loca, la que ostentaba el estandarte de su rubor como una virgen prudente, se haya embastado también ahora, mudo el cristal de su voz, en el fofo adocenamiento de un sueño sin ensueño?
¡Cómo bailaba aquella muchacha! ¿Por qué ronca ya, señor?
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Pero la iluminación de la feria abandonada sigue para presenciar el último traspiés del borracho postrero.
El borracho último, bracea su júbilo desamparado, como un náufrago. Ya ni él sabe lo que es la alegría, lo que es el dolor, lo que es la música, lo que es el silencio, lo que es el amor, lo que es el sueño, lo que... Todos se acostaron y él camina sin camino, dialogando con la bola de fuego de su cabeza, jugando a apagar, con la última copa, el grito ebrio de sus entrañas...
¡Náufrago, náufrago...! Se hundió en la madrugada la nave rutilante de la feria. Pero él no quiere rendirse a la evidencia. Y pugna por asumir el gobierno de la «debacle» festiva: quisiera astillar una eterna verbena nueva. Y busca tripulación valiente —¿dónde están los hombres?— para su empeño ...
22, 24, 26, 30.
—¡Falta un número, falta un número! ¡Está equivocada la numeración de la calle! ¡Está equivocadaaa!
¡Náufrago, náufrago! Ya no puedes flotar más, ya te hundes, ya te sumes, ya vacilas, ya te nublas, ¡ya! Con esto no contabas tú —tú, tan razonable—; esta desgracia no estaba prevista por tus arrestos: ¡falta el 28! ¡Falta un número!
Cuando el sereno pasa, hay un alborozo secreto de llaves... Serenidad. El sereno —viejo lobo del mar de la noche— tiene una sonrisa para todo. Lo comprende todo... Y todo lo sabe: hasta el secreto del número 28.
Los niños buenos —empachados de garrapiñadas— se acostaron prontito. Cuando los papaítos formales se fueron al teatro... Y cuando la hermana mayor consiguió, al fin, del espejo el definitivo «placet»... O cuando el pobre «oveja negra» de la familia derrochaba matinales optimismos, recién estrenada aún la borrachera...
Dentro de los niños se ha salvado la feria con una parejita... de cada ruido.
Todas las músicas derrotadas del carrousel se refugiaron en sus sueños. Y a sus sueños fueron a parar, escapados, los caballitos —que ya son jirafas— de «dos pesetas el viaje»...
El niño no advirtió el «nocturno» desamparo de la feria. No vio el claror de la iluminación desierta. Ni presenció la zarabanda de las cabezas de gambas en el serrín de la barra, cuando la escoba inició sus maitines grotescos...
La Luna, para irse, está esperando que despierten los niños. Porque sabe que ellos encontrarán, por la mañana, a la feria limpia, sin fracaso. Como se la dejaron al anochecer...
Anselmo de Esponera
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