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Parece que los árabes dieron nombre a Úbeda. Y que la amurallaron. Y que la hicieron ciudad. La importancia de Úbeda en la Historia data, precisamente, de los árabes. Pero el tiempo demoledor, el tiempo implacable trastorna todas las fidelidades. El Islam llora su derrota, acurrucado entre ruinas, sojuzgado por la Úbeda renacentista... Porque el Renacimiento iba a adoptar para siempre a la Ebdete muslímica. Y sobre el solar de las mezquitas derruidas, transidas de resonancias coránicas, iba a alzar las gráciles arquitecturas de sus templos cristianados... No queda nada —casi nada— de Ebdete, en Úbeda; unos lienzos de muralla verdinosos entre cuyas grietas cada año renueva la primavera el tema verde —caridad de la hierba en la piedra— de su júbilo... Torreones cuyas aristas ha borrado la lima pertinaz de los siglos. Piedras, piedras, piedras... Piedras caídas, rotas, desmontadas, vetustas. Piedras venidas a menos, orgullo otrora de soberbias edificaciones, amontonadas ya en los padrones de los caminos viejos, en los bardales de los barrios extremos. Queda este último reducto... de la puerta. (¡Ironías! El tiempo nuevo entró a saco en Ebdete y dejó sólo la puerta.) La Puerta del Losal de un trazado sobrio, muy anterior a la época nazarita, lejos de la profusión decadente del arte granadino. Monumento que habla todavía de un Islam atezado de heroísmo, de un Islam curtido en la lucha, aún no inmerso en la enervante exquisitez alhambresca. Cada día trasponen los umbrales de esta puerta histórica las humildes mujeres del barrio sanmillanero. Esparteras silenciosas, sufridas, pacientes —con la bella resignación de su pobreza— que detienen un momento sus pasos ante la verja —adosada a la muralla— de la Virgen de la Soledad.
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