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Todavía mejor que pasear, callejear. Callejear sin propósito, sin rumbo, un poco a la deriva, como lo hacía, canturreando, Juan Luis Vives por las calles de Brujas... Callejear por los barrios oscuros —altos escalones, empedrados hirientes, angostas aceras, focos neblinosos—, barrios con sabor a historia trasegada, en cuyas encrucijadas se ha cuajado el musgo de todas las nostalgias. Callejear a «prima noche», cuando las ventanas abiertas proyectan rectángulos de luz en los paredones vetustos de las fachadas sombrías. Callejear cuando las campanas de las iglesias seculares destilan el toque de oración de ánimas —que nadie reza—, y de los «puestos», signados del ramo de pámpanos sobre el dintel de la entrada, sale, como una bocanada ebria, el moscardoneo de la taberna hóspita.
O callejear a pleno sol, a la hora de los pregones, cuando las viejecitas cambian los cadejos de hilo por «pellejo de conejo o liebre», cuando desde los balcones de forja se grita: «¡El del paraguaaaas!...». Callejear mientras el tráfago estrepitoso de las carretillas; cuando los nenes salen disparados de las casas, «como una exhalación», y lloran desconsolados al caer involuntariamente atropellados por el viandante; callejear cuando han sonado las sirenas de las fábricas, las campanas de las «obras», y los hombres —monos azules, monos blancos— regresan del trabajo.
Callejear... y encontrarse súbitamente, en cualquier recodo, la hornacina piadosa, la hornacina con la Madre de Dios.
Úbeda es una ciudad de callejas y de hornacinas. Hornacinas aristocráticas, artísticas unas; ingenuas, sencillísimas otras. Conmemorativas a veces de indelebles fastos gloriosos; depositarías, en ocasiones, de inveterados fervores ancestrales. En todo caso, muestra y reclamo de una devoción popular «de urgencia» —en medio de la vía pública— para uso de todos, para auxilio de todos.
Así, hundida, al fondo de la cuesta pina del Losal, cabe el arco árabe, tras simple verja de madera, entre macetas de geranios, en su altar sobrio de piedra, el cuadro de la Virgen de la Soledad. El sol poniente se despeña oblicuo por la cuesta: trae enhebradas tres caricias en sus rayos, para el niño desnudo que juega en la puerta, para la mujer enlutada que asciende fatigada por el peso de los «capachos» —medio jornal en su hogar—, y, la última, más de oro, para la Virgen de la Soledad.
Y en el laberinto del barrio de San Nicolás, exhornada de flores de trapo, la vitrina de la Virgen de las Angustias... Reminiscencias de estío, de verbena de agosto: cuando las niñas danzan, cuando los viejos —sillas de enea en las aceras— sonríen.
Y en la plaza de Toledo, engastada en su marco de cantería, la Virgen de los Remedios. Para que la evocación se adense de historia como en un pozo de recuerdos gloriosos. Para que la filiación nobilísima de la ciudad afiance sus virtudes cívicas al conjuro de épicas memorias...
Y en la plaza del Marqués, la Virgen de la Luz: imagen nimbada por la aureola del milagro, con su bella hornacina adosada a la antigua muralla testigo de heroísmos sin cuento; bajo cuyo patrocinio se acoge hoy el abolengo recio de una estirpe...
Y en el Real Viejo, sobre el «típico soportal», la urna de la Inmaculada. Rincón dieciochesco, en el mismo centro de Úbeda, postrer superviviente —achacoso, viejo y descuidado— de una época.
Y en el claustro gótico de Santa María de los Reales Alcázares, a la entrada misma, portadora de su embajada de Gracia, reclamando la afección piadosa de un Ave María, la imagen en piedra de Nuestra Señora...
Y la Virgen siempre, presente siempre, en el accidentado trazado urbano de la ciudad. Las hornacinas de la Virgen como medallas, como «detentes» de Amor, pendiendo sobre el corazón de Úbeda. Porque la calle es de todos..., y en la calle es necesaria la presencia de Ella, la universal mediadora. Para que puedan ser absueltos todos esos pecados transeúntes.
Callejear... Y encontrarse con la Virgen.
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