|
Se traspone la «plaza de las Palmeras», se cruza por delante de la «Carrera» con la perspectiva de la catedral al fondo, se sube una leve cuestecilla y ya está uno en la plaza de San Ildefonso. Es una plaza sin demasiado tráfico, poco revocada de actualismo, con su nostalgia a flor de piel.
Diríase que en la plaza de San Ildefonso se repliega Jaén —a dos pasos de su corazón palpitante, de su centro expansivo y generoso— para el «retiro espiritual» de cada día.
Junto a la iglesia de San Ildefonso ocurrió el Descenso de Nuestra Señora. Basta doblar unas callejas... (No sé si sería oportuno orientar al visitante con señales indicadoras, colocadas en sitios estratégicos, para que no perdiese la pista de este lugar —santo lugar— de Jaén. ¿No siguen este procedimiento el Turismo, los Servicios del Estado y la misma Hostelería? ¿Por qué no, la Piedad?
Ocurrió el Descenso de Nuestra Señora, en un rincón, transido de añoranzas, del viejo Jaén. Una lápida recuerda al viandante el singular portento. Se trata de un barrio de la ciudad personalísimo, con «tempo» propio. Barrio relegado, algo jubilado, como todos los barrios antiguos de las ciudades todas. Porque en cualquier parte hay, por así decirlo, barrios generacionales, de esta o aquella centuria, barrios que un día fueron vividos reflejos trementes de una época y hoy gimen su nostalgia de espejos rotos. Sin ir más lejos, cerca del lugar del Descenso, ¿no se jubila el Jaén decimonónico en el apacible Parque de la Alameda? El maravilloso paisaje que desde la Alameda se divisa, ¿qué representa sino el sosegado disfrute de una renta de paz y de silencio concedida a la dulce vejez de este paraje concebido en clave romántica? Como no puede «funcionar» ya, como no puede servir ya —está visto—, si no es ateniéndonos a la clave romántica, el coso taurino, no distante ciertamente de la Alameda, para el que se pide ahora, insistentemente también, la jubilación forzosa. Por cierto que el pintor Zabaleta no hace mucho tiempo, en presencia mía, glosaba el encanto «sui generis» de la antigua Plaza de Toros de Jaén. Con su sensibilidad de artista había captado la fisonomía tremendamente ibérica de este recinto, probablemente hirsuto, nada acariciante para la vista, escenario ejecutado «ad hoc» para una fiesta emocional y trágica. Pero la afición ya demanda otras cosas. La fiesta se ha convertido en espectáculo y, naturalmente, las plazas de toros han de tornarse monumentos. La plaza antigua de Jaén «podía irle» bien al toreo espeluznante de Frascuelo... Es obvio que la torería adornada, lavada y pinturera de ahora, exige otros palenques.
Pero, ¿a dónde vamos a parar en nuestra divagación? Hablábamos del lugar donde acaeció el Descenso de Nuestra Señora en el viejo Jaén. Comentábamos de lqs barrios y cosas extinguidos o próximos a extinguirse del viejo Jaén. ¿Quién va a poder, sin embargo, jubilar la vigencia del prodigio que cada año se conmemora, el 11 de junio, en la capital del Santo Reino? Lo grande de Dios es que no tiene tiempo. Cuando una cosa sobrenatural acaece en el tiempo, ya el tiempo, esclavizado, gira ineluctablemente alrededor de ese Suceso. El tiempo se hizo calendario —noria litúrgica— alrededor del Misterio. En Jaén, el tiempo —de por sí tan versátil, tan huidizo, tan efímero— falta un detalle, y él sólo muestra un poco de preocupación porque la cinta de la bota le ha venido un poco corta y no abrocha hasta lo alto y... porque falta una «latilla > de la coraza que al sacar el traje del baúl se enganchó vo no sé dónde y... De todas formas, el soldado romano, está nos trae cada año un cangilón de agua gloriosa; en Jaén, el tiempo «regresa» cada once de junio: nos trae, antídoto de nuestro olvido, el piadoso Recuerdo, en el cuenco de sus manos cansadas.
|