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Trae San Lucas una sazón. Octubre regala a Jaén sus ocasos de oro. Un sol todavía potente que, sin embargo, insinúa ya melancolías. Desde Santa Catalina la catedral resplandece en fulguraciones. Es el ascua que preside la tarde declinante. Jaén entero alienta alrededor de la catedral. Esto se ve desde arriba. Y, sin embargo, al entrarse en la ciudad y penetrar luego en el templo, la catedral está vacía. Un tremendo signo de esta época es el de los templos vacíos. Estos cuencos —iluminados de arte, llenos del resuello histórico que son las catedrales— insinúan una infinita sensación de tristeza al contemplador. Están hechos para alojar a las multitudes, para juntar la oración de todos los hombres que discurren afanosos por las calles entre el tráfago y el ruido. Pero los hombres parecen no saberlo... Van de acá para allá, salen y entran, cantan, murmuran, se lamentan, gesticulan. ¿De dónde vienen? ¿A dónde se dirigen? Una prisa atroz consume sus minutos. No entran en la catedral, no saben que el templo es amplio para llenarse de los anhelos, de las peticiones, de las plegarias, de las lágrimas y de las alegrías de toda esa multitud que gira y gira alrededor de él sin acordarse de sí misma. Porque eso es: el hombre hoy no sabe enterarse de quién es ni recurre a la memoria de su última verdad. Por eso, la catedral está vacía.
Recuerdo una conversación tenida una tarde, en vísperas de San Lucas como ahora, con el inolvidable don Félix Romero Menjíbar, nuestro llorado obispo. Don Félix era hombre de una sencillez extraordinaria. Y siempre tenía a punto una generosidad para su interlocutor. Era, además, un gran psicólogo. Sabía de qué y hasta dónde tenía que hablar a cada uno de sus fieles. Poseía ese don que se llama «discernimiento de espíritus». Recuerdo que yo le preguntaba a don Félix:
—¿Es verdad, señor obispo, que la fe se evapora, que la fe desaparece, que las vivas creencias se debilitan? Me llena de desaliento el espectáculo de las catedrales vacías. ¿Hay que inventar, entonces, una nueva religiosidad? ¿Es que la catedral es demasiado solemne para un tiempo de urgencias, de comprimidos ideológicos, de siglas comerciales y... filosóficas? ¿Es que no nos va el gesto dramático de los santos ascetas que esgrimen en los retablos de la catedral su mirada de fuego y su escorzo que refleja el violento esfuerzo íntimo de una virtud heroica?
Y don Félix, sereno, extendía tranquilo su diestra como para aplacar el ímpetu de mi pregunta y me respondía:
—No hay que creer que siempre las catedrales estuvieron llenas y que hoy, súbitamente, se han vaciado. En el fondo nuestra época no es ni peor ni mejor. Y si de una parte parece peor, hay que buscar la parte que, en cambio, y como contrapunto, mejora. Sí entristece, ciertamente, el espectáculo de la catedral vacía. Al fin y al cabo es como la imagen y el símbolo del alma vacía. ¡Cuántos espacios vacíos en el alma de cada hombre tras su ostentosa fachada!
Don Félix alguna vez componía el rostro en una seriedad doctoral entre sonrisa y sonrisa. Recuerdo que aquella tarde —y esto era en Úbeda, en la plaza de Vázquez de Molina— añadió:
—Lo peor es desfasar. Falta ahora una armonía entre posibilidades y deseos. Y lo extraño es que no faltan las posibilidades. Lo que faltan son los deseos. Todos los deseos del hombre se están volviendo pequeños. Ocupan demasiado sitio porque son muchos. Pero uno a uno carecen de grandeza. Creo que el mundo actual ofrece perspectivas inmensas para el hombre. Pero el hombre reduce sus dimensiones al par que su horizonte se agranda. Hoy nos desfasamos no por querer mucho, sino porque queremos más cosas pequeñas y mezquinas.
Y quizás éste es el drama de la catedral vacía, del templo vacío. No es que ella sea grande, demasiado grande. ¿Es que la multitud hoy está compuesta de individualidades pequeñas?
Pero don Félix no era un pesimista. En una homilía que le oí en Andújar, el obispo dijo:
—Siempre hay que esperar. Hay que conceder un crédito a todos los hombres. No sirven las impaciencias.
De las gentes de Jaén, el prelado dijo una vez en público, en una sesión del Instituto de Estudios Giennenses:
—Me prenden la atención y el cariño, estos hombres que entienden las cosas a la primera. A los hombres de Jaén me refiero.
Llega San Lucas y yo conservo en la memoria innumerables gestos, palabras, sonrisas de paz y gestos doctorales del ilustre obispo. Oí una plática suya en la ordenación sacerdotal de un sobrino mío, ya en Valladolid, hace tres años. Dijo:
—El sacerdote no puede ser un hombre vulgar. Por eso el amor es la divisa del sacerdote.
Jaén celebra su fiesta. Sus hombres «que entienden las cosas a la primera» se disparan en fervores de nobleza. Hay que atinar. No siempre se atina, incluso en los buenos deseos. Quiero una vez más recordar a don Félix. Será bueno que cada hombre de Jaén y de su provincia, al pasar por delante de la catedral, no sienta la tristeza del templo vacío. Será bueno, desechar pesimismos y acordarse —en el mismo silencio de la catedral—, a media tarde, cuando nada más se oye la voz de la limpiadora, mientras lacrimean los cirios en los altares; será bueno, digo, entonces, acordarse de las palabras del prelado: Si hay cosas peores es que —por ley de compensación— ha de haber también cosas mejores.
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