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Pájaros cantores. Pero, más bien, pájaros tijereteadores. La hora bochornosa se deshilacha en perezas. Y desde los árboles, los pájaros para todos los pequeños placeres estivales. Quedará su perfil nítido cuando el sol ya no pese abrumador, cuando pierda su rudeza, cuando su perpendicular asedio se dulcifique.
La siesta es disoluta. La siesta desconcentra las ideas, las alarga en hebras sin pesantez. El pensamiento se pierde en la siesta como en un lago calmo. Demasiada calma. Y la calma no es paz. Es nada más tregua. Por eso lo que se discurre en la siesta, lánguidamente, es impura fragilidad. Desanuda la siesta en su linfa los buenos afanes. Y la voluptuosidad de no hacer nada sustituye al placer limpio del trabajo.
—¿Qué haces ahí tumbado? —Nada.
Espléndido lujo, al fin, no hacer nada. Pero no estamos preparados para él. Si no se hace nada, el aburrimiento ocupa las extensas áreas vacantes. Y, entonces, el aburrimiento hostiga más, mucho más que la fatiga.
¿Se enciende, pues, un cigarro? En la siesta se ve mejor la inutilidad del tabaco; el castigo que, al fin y al cabo, es el vicio del tabaco. ¿De verdad el humo del cigarrillo ayuda a tomar posesión de sí mismo? ¿Fija inspiraciones el cigarrillo? Pero hay una ilusión —no sé qué ilusión— en la bocanada tabacosa que se expulsa. Es como un incienso laico para nuestras ideas. Es como una liturgia vacua de nuestro egoísmo, del de cada cual. Ahora, en la siesta, se ve mejor.
Y así la somnolencia nos asalta. Así empiezan a desleírse el juicio, a enmarañarse las imágenes, a confundirse los conceptos. Se pone pegajoso el sueño. Es como una miel para cazar nuestros últimos atisbos conscientes. Lo que pensábamos perezosamente hace unos instantes resbala en la gelatina de la somnolencia y ya el subconsciente emerge a flor de piel.
—Pero, ¿duermes?
—No; es que...
¿Por qué la excusa? Hay siempre una oculta vergüenza de declarar que uno se duerme. ¿Por qué? No se sabe. Quizá porque el sueño implica una abdicación, una dimisión, una derrota. Quizá porque dormirse humilla... Y en verdad, ver nuestro propio sueño sería un poco como ver nuestra propia muerte; aleccionaría bastante. Como aleccionaría ver nuestro bostezo y ser contempladores de nuestro cansancio. Y, sin embargo, no, uno no ve lo más débil de uno mismo, lo que nos hace ante los demás seres corrientes, vulgares, anónimos. ¿No roncaría Einstein lo mismo que un cortijero? Serían iguales o parecidísimos los gestos de Don Quijote y los de Sancho a la hora de la siesta en las tremendas tardes de la Mancha.
—No; no me dormía. Sólo cerraba los ojos.
¡Oh, la siesta! Tregua sin auténtico descanso. Sed. Pero sed del cuerpo, de la carne, de la materia. Sed que eclipsa la otra sed.
—¿Sabe cómo se quita mejor la sed? ¡Un café caliente!
Pues vamos al café caliente. Luego encenderemos otro cigarrillo. ¿Daremos luego otra cabezada? Los pájaros siguen tijereteando, siguen haciendo mangas y capirotes de la siesta.
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