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CALLE DE SAN JUAN DE LA CRUZ

Juan Pasquau Guerrero

en Conferencias. Del libro Dos Temas de Úbeda, 1970

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Con el convento al fondo, la calle de San Juan de la Cruz señala al alma peregrinante —al alma que se enca­mina a los lugares sanjuanistas de Úbeda— el tono pre­ciso. Porque, lo primero, hay que acordar el espíritu con la ocasión. No está siempre el espíritu a la altura de la ocasión. Y sus cuerdas, sin tensar, reclaman quizás el afinamiento previo. ¿Venimos de la frivolidad? ¿Venimos del pecado? ¿De la pereza, simplemente? Posible es, inclu­sive, que la borrasca pasional haya determinado una si­tuación de inestabilidad en nuestra vida actual. Que una baja presión en el centro cordial detenida, impida dentro de nosotros el despliegue inicial de una devoción sensible. Que, en fin, no estemos de momento preparados para la degustación exquisita. ¡San Juan de la Cruz, tan incon­trastablemente alto, tan diamantinamente fijo en lo su­blime! San Juan de la Cruz, estrella; y nosotros, hombres, esto es, meteóricas pujanzas que brillan un instante para pulverizarse al punto. San Juan de la Cruz, norte; y nos­otros peonzas errabundas, vacilantes... ¿Qué tiene de ex­traño que no atinemos, seguros, con la orientación exacta? Puede estar embotada nuestra agudeza. O nuestra visión, perdida la virginidad de la mirada, puede caminar trope­zando, azorada entre las sombras interiores. O nuestra imaginación, embriagada de vinos torpes, tartajea pesadi­llas, desmadeja conceptos y enreda sensaciones. En todos los casos, para saborear las estrofas de Juan de Yepes, para comulgar el misticismo bajo especie lírica que es su poesía, una propedéutica, una purificación, siquiera sea estética, de la voluntad y de la ideación, parece impe­rativa.

La calle de San Juan de la Cruz tiene en Úbeda —no debe parecer extraño— esta misión. Adoctrina al alma que a San Juan de la Cruz se acerca. Le ambienta; le tiende, sugestiva, su difícil encanto.
Porque es un difícil encanto. Un encanto, más bien metafísico, más bien invisible. No es que en ella vayamos a ver expresa, sonante, la cristalización, simbólica o no, de la presencia material de algo; algo que recuerde al santo. Precisamente, lo que se advierte en la calle de San Juan de la Cruz es una ausencia. Calle estrecha, como todas. ¿Cómo todas? Ni palacios, ni blasones. Sólo algún escudo humilde, avasallado por la cal, en alguna casa enjalbegada. Un zizzagueo en su trazado. Calle sin retó­rica, sin énfasis. Porque no son retórica las flores de maceta que asoman por entre las barras de forja de ésta o de la otra reja... No son retórica las flores, si retórica implica vanidad. Tampoco lo es la poesía. Flores y poesía no son sino expresión: natural, sencilla expresión de la naturaleza y el alma, cuando naturaleza o alma dejan de poner precio a sus valores. El campo cobra por su trigo, no por sus amapolas. San Juan de la Cruz da su poesía a los hombres como entrega su aliento al aire... En la calle ubetense de San Juan de la Cruz, nada fuerza la admiración de los sentidos: nada se cotiza en el mercado. Ni aún en el mercado del arte. No es arte. Es... efluvio de una sonrisa escondida, de un suspiro sin voz, de una emoción sin palabras.
Anochece acaso. Llueve. A lo mejor suena la campana del convento. Soledad —vacío— para el musitar de la llovizna. Silencio —ausencia— para la voluta de la sen­sibilidad. «Soledad sonora». ¿Es que la poesía y la verdad han de prender su luz en los oros áulicos, en las exube­rancias redundantes? Lo facundo no es lo fecundo. La poesía arraiga en la nadería del matiz, mejor que en la violencia del color. La verdad erige su edificio en el hueco de todas las falsas razones huidas. El Amor, anida en la caverna de los engañosos afectos extirpados. La luz, en la noche oscura. «Aprended a estaros vacíos de todas las cosas y veréis como yo soy Dios.»

El gusto —el regusto indudable— de la calle de San Juan de la Cruz no tiene explicación normal. Naturalmen­te, carece de explicación... burguesa. Su emoción ocupa el sitio desocupado, el lugar que han dejado vacante todos los artificios. Para que la sugestión de la calleja se produzca, basta —lo hemos apuntado— el son de una campana, la dulzura inefable de una llovizna... Lo demás, es de origen misterioso. Yo creo que lo demás lo pone San Juan de la Cruz. ¡La Belleza es tan simple! Nos pone­mos a buscar, a acarrear, a acumular material estético para nuestro poema, para nuestra obra... Y luego la Be­lleza nos desconcierta, como una reina sin manto real repartiendo su dádiva a las pobres cosas cotidianas.

¡Esta calleja, tan anodina para los hombres anodinos!