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La variedad de Jaén se hace patente en el paisaje. Se atraviesa la provincia desde Despeñaperros a Alcalá la Real, o desde Segura de la Sierra a Andújar, y la perspectiva geográfica cambia o se renueva continuamente. La orografía jiennense ofrece, desde luego, panoramas de plural belleza. Sierra Morena, al Norte; Mágina y Aznaitin, en el centro; Jabalcuz, el Pozo, Cazorla y Segura brindan su atractivo natural y la grandiosa presencia jalonada de descomunales cumbres. Y la vega del Guadalquivir naciente, apacienta la mirada que salta inquieta, jubilosa, ávida, golosa, enardecida. No es el campo jaenero lo que se dice un «vergel» o un «paraíso». Los «paraísos» sólo pueden serlo al modo artificial, y aquí la Naturaleza no se adoba de encantos manufacturados, preparados de antemano. Nuestra campiña es fuerte, bravia a ratos, siempre aromada de un encanto espontáneo.
De ahí que su belleza, no buscada, estimule una admiración que no se detiene en lo «bonito», pues ahonda en la zona profunda que unifica lo estético y lo trascendente. El campo de Jaén —campo abierto— tolera apenas mixtificaciones, sofisticados recursos de galería. Todo en él es veraz, luminoso. Lo saben los poetas y no lo ignoran los pintores. (Un recuerdo a Zabaleta, el pintor de Quesada, que captó para sus cuadros belleza y reciedumbre; que enraizó su inspiración en los hondones fecundos de su tierra próvida; que dio a conocer a todo el mundo la magistral lección de un paisaje impregnado de cósmicas vigencias.) Y es que el campo jaenero muestra belleza, pero en plena producción. No es campo de regalo para la amenidad superficial. Al par que enamora trabaja, y no le queda tiempo para la frivolidad.
Otra variedad interesantísima es la que ofrecen sus pueblos y ciudades. Andújar, fronteriza de Córdoba, airosa y saladísima ciudad, con la Virgen de la Cabeza, venerada en su famoso «cerro», Virgen capitana de uno de los sucesos más heroicos de la guerra civil. Cerca de Andújar, Bailen, La Carolina, Mengíbar...; todos los pueblos de la zona occidental de la provincia, aportan su matiz peculiar a la filiación andaluza. Linares —cuyas minas de plomo e industrias florecientes la constituyen en la ciudad fabril más importante y de censo más crecido, a excepción de la capital—, ejemplariza, con su actividad fructuosa e incansable. Úbeda y Baeza postulan su eterna lección de espiritualidad serena, vertida en templos, escudos y piedras nobiliarias. En la Loma —Torreperogil, Villacarrillo, Villanueva del Arzobispo, Sabiote—, una pléyade de pueblos generosos y pacientes aunan su ilusión con su esfuerzo y constituyen una de las bases fundamentales de la economía agrícola provincial. Más allá, Beas de Segura se aureola de recuerdos teresianos; Orcera, Segura de la Sierra y Siles, muestran, junto al encanto de sus formidables bellezas naturales, la fina inteligencia de sus gentes inquietas.
Y Cazorla y Quesada, sobre el pavés de su prestigio legendario, nimban su actualidad de poética lejanía —el «Adelantamiento de Cazorla» fue una de las «instituciones» más curiosas de nuestra historia— y, al amparo de su paisaje estimulante, ven germinar cada día nuevas semillas de cultura.
En el Sur, Alcalá la Real, Martos, Castillo de Locubín, Huelma, Cabra de Santo Cristo, ostentan su ilustre ascendencia testificada perennemente en sus castillos e iglesias. Y la relación —Arjona, Torredonjimeno, Mancha Real, Arjonilla, Porcuna— se haría interminable. Porque cada pueblo de Jaén conjuga el tema de nuestra tierra con su íntima y característica idiosiocrasia; hasta el punto de que, aun emparentados fraternalmente todos por rasgos comunes, su originalidad les proporciona, en cualquier caso, un sello especial, un aire distinto y específico, personal. Y la capital —exponente magnífico de arte, historia, gracia y alma— asume todas las calidades de sus pueblos y las ofrenda, en su maravillosa catedral, al «Santo Rostro».
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