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Nosotros, «las personas mayores», vemos pasar la feria. Nuestra intervención en ella es muy secundaria, bastante poco importante. A veces, las cosas de la feria nos divierten o nos hacen reír; pero, de todas formas, nuestro papel es el de espectadores simples de una fiesta de la que, nos guste o nos aburra, no nos sentimos protagonistas. Nosotros, vemos pasar la feria; pero, ¿y los niños? Para ellos la feria no pasa, no despliega desde afuera su abanico multicolor ante su atención curiosa, por la razón de que son precisamente los niños quienes, montados a lomos de la feria, le imprimen carácter, vida y movimiento. La feria es... lo que los niños quieren.
El sentido crítico —¡qué malos ratos nos da el sentido crítico a las «personas mayores»!— no existe en los chiquillos. Graciosa ignorancia la suya, tan graciosa que no es un defecto, sino una virtud con un nombre bonito: inocencia. Con la inocencia, los chiquillos, ven en la feria una luz incontaminada y prístina; ven una luz donde nosotros sólo vemos unos colorines. Y un placer de velocidad —¡arre, caballito!— en el elemental girar y girar del carrousel que a nosotros —un poco podridos de sesudez— se nos antoja ridículo. (Ridículo; ¿quién ha inventado esta palabra oprobiosa? Los niños jamás hacen, ni pueden hacer, el ridículo.)
Todos los años, y esto es lo maravilloso, hay chiquillos nuevos en la feria. ¿Quién es nueva, la feria o los chiquillos? Nosotros decimos que son los chiquillos, pero ellos están seguros de que la novedad está en la feria. En los caballitos —que ya nos parecen a nosotros tan anacrónicos—; en los chistes, que ya nos parecen a nosotros tan manidos, del payaso de la puerta del barracón de atracciones; en la música metálica del altavoz, en el polvazo; en las casetas en que el turrón, con gasa de novia, tiene una corte de moscones. Siempre igual, decimos nosotros... Y ellos, los niños, no pueden comprender este cansancio porque el espectáculo insólito de la feria les brinda una cabalgadura ideal para sus ilusiones.
Nosotros creemos en el tópico, y lo detestamos. Pero tampoco hay tópicos para los niños. No ven, afortunados, la madera vieja de que están hechas las figuras grotescas de la feria; ven sólo el barniz jubiloso que las recubre. No ven la astillada armazón de las cosas, encantados por su olor, color y sabor. Ellos viven sin ocurrírseles barrenar con cuñas críticas —o analíticas— el fondo de la vida.
Ya se acerca la feria. ¡Qué pronto llega!, decimos nosotros... ¡Cuánto tarda en llegar!, dicen los chiquillos. Los Gigantes y Cabezudos —los hay de las cinco razas: blancos, negros, amarillos, malayos y cobrizos— están ensayando su danza ritual. Cualquiera sabe el mensaje que traen este año los Gigantes y Cabezudos... Nadie descifra el mensaje; pero los niños, sí. Los niños entenderán, cuando vean la cabalgata grotesca, que la feria de este año es mucho mejor que todas las anteriores; ¡para eso son niños! Nosotros, las «personas mayores», somos libres para pensar que la feria ésta va a resultar aburridilla. ¡Para eso somos grandes ya; para eso somos hombres!
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