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JAÉN, OCTUBRE

Juan Pasquau Guerrero

en Medio sin identificar. 18 de octubre de 1959

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... Es buena esta Andalucía que no se agota en Sevilla o en Granada. Y este cielo azul que en pleno octubre reina y gobierna sin tiranías estivales. Y este espíritu festival de las ciudades y pueblos de España, que, para excusarse, para no mantenerse en el plano de la estricta frivolidad, se acoge, siempre, al patrocinio de un santo.

Casi no se sabe lo que es Andalucía, porque la estampa estereotipada se superpone en todo caso a la ibre contem­plación de sus esencias. Hay una Andalucía para uso y abuso de extranjeros: una Andalucía mecanizada que fun­ciona con resorte, que se pregona con voz cansada de fal­sete turístico. Es inexplicable cómo el tópico polariza atenciones... Lo que no puede el tópico es sugerir dilec­ciones. Por eso, yo te invitaría para que vinieses a Jaén. En Jaén está toda Andalucía, pero toda Andalucía sin «complejo de escaparate», sin prurito exhibicionista, sin pedantería. Aquí, la cordialidad no se dobla de ningún amaneramiento, no se imita a sí misma. Aquí hay una simpatía que todavía «no se lo ha creído»; una alegría que no ha hecho negocio: que no ha invertido su júbilo en «acciones» con vistas al rédito: una belleza, en fin, que no entiende de finanzas.

Pero Jaén está en su punto en octubre. En Glasgow o en Londres estáis acostumbrados a entendérolas con un otoño que apenas sabe hacer otra cosa que preludiar al invierno. Aquí, no; aquí el otoño no es un anuncio de nada. Por sí mismo es una institución; tiene un valor, una personalidad definida, estabilizada y rotunda. Aquí octu­bre no es un puente, ni un tránsito. Más bien, un agora feliz del tiempo que se detiene en íntimas y seguras com­placencias. ¿No es cierto que verano e invierno son esta­ciones «funcionales», estaciones, al fin y al cabo, apresu­radas y urgentes? Sería magnífico, te digo, que vinieses a Jaén en octubre a paladear el zumo de unos días sose­gados —parados, si quieres— en medio de la encrucija­da... Te repondrías en Jaén de tus vértigos, de tus ansias de papel, de tus angustias de «pastiche», de tus tempesta­des en un vaso de agua, de tus pasiones en suma. Te asomarías a sus campos y el borde nítido de las nubes que insinúan tras Jabalcuz su pesadumbre gozosa, pondría una claridad discriminatoria en tus apetencias. Porque —lo sé— tus apetencias son grises y uniformes como tu cielo; y hay que saber que el matiz es la sal de la belleza...; hay que aprender de las nubes en el azul del otoño, el sentido de la ponderación y de la gracia del contraste. Pasearías por sus calles y plazas y el aire de Jaén, carga­do de líricos efluvios disimulados —poesía que se disfraza de llaneza—, se metería en tus entresijos penumbrosos, en tus cuévanos ocultos... Irías a la plaza de Santa María, la fachada de la catedral soplaría su brisa en tus deseos de pureza y en seguida se desharía en rizos de verdad palpitante el peinado gomoso de tus convencionalismos apelmazados. Y entrarías al templo y verías la Cara de Dios... Y quizás subirías al castillo de Santa Catalina para meditar «en sublime» ante la Obra del Señor hecho Naturaleza. Y quizás bajarías al barrio de la Magdalena para pensar, «en pueblo», en cristiano, entre los hom­bres. Y...