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Se llama a Úbeda la «ciudad de las torres». Entre el caserío urbano, ellas representan los brotes de una vocación señera. «Ceñidas por el viento», buscan la soledad en la altura. Son unos viejos órganos, tentáculos metafísicos de la piedra, erectos en la topografía asimétrica de los pueblos. Los modernos trazados ciudadanos suelen carecer de estas antenas de infinito, de estos respiraderos religiosos que son las torres seculares. Porque no hay que confundir la aspiración vertical de las torres con la verticalización de los rascacielos. El rascacielos, en todo caso, aspira a colonizar la altura. No es lo mismo. La torre avanza hacia el cielo con trabajo, con temblor y ansia tímida de lo eterno; asciende hecha cántico orfebral, conmovida de campanas; se va sutilizando, espiritando, adelgazando a medida que se va sintiendo rodeada de azul; cuando termina es ya sólo un punto. Pero el rascacielos —paralelepípedo de osadía, suprema baladronada de nuestra civilización de cemento— se planta con gesto prepotente en medio de la gran ciudad, y, retando un poco a la torre, le dice:
—¿Conquistar el cielo? Sí; para establecer en él pisos y oficinas.
La torre contesta con su lengua inefable de campanas, y el rascacielos, quizá, ironiza:
Pero para eso habrá que hacerse la torre propia. La torre para asumirnos: donde el viento se agranda y donde luego el viento agranda a las campanas.
—También con el ascensor, como con la oración, se puede alcanzar la altura. Tú te has quedado vieja, y por tu escalera gastada de caracol, para uso de sacristanes, circula un husmillo de ajada melancolía. Hay en ti una arterieesclerosis, que en vano intentan disimular tus cresterías y tus pináculos. Más te valiera mi anatomía rotunda de atleta gigante con uniforme de ventanas. ¿Ves? Cada ventana encierra una oficina con su viejo millonario y su linda mecanógrafa sentimental...
Pero la torre de la iglesia, señera en el azul, prosigue su viejo campaneo maravilloso, su musical campaneo, que se cierne eterno sobre el Espacio y sobre el Tiempo.
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