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SIERRA MORENA, ALTAR DE MARÍA

Juan Pasquau Guerrero

en Heraldo del Santuario. 1959

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¿Por qué la Verdad está más cerca en las alturas? Es casi instintivo el conocimiento de que «arriba» está lo grande y de que «abajo» debe yacer lo mezquino. El entu­siasmo de una idea nos impele a auparla y gritamos enar­decidos: «¡Arriba!». Pero cuando algo nos desagrada, quisiéramos precipitarlo al abismo y vertemos nuestro indignado anatema en el «¡Abajo!»...

Es quizás que la mentira carece de alas; no conoce la aerostación, por supuesto. En cambio, vamos graduán­donos, vamos doctorándonos en verdad conforme ascen­demos: cuando ascendemos, inclusive, en el estricto sen­tido físico de la palabra. Cada uno, cuando se encarama a la torre de la iglesia de su pueblo, siente ya cómo en su alma la verdad ha empezado a desarroparse de prejuicios. Cada uno, en la torre de la iglesia de su pueblo, empieza a sentirse un pequeño dios..., aumenta, entonces, la pers­pectiva y el paisaje: se amplía el horizonte. Disminuye entonces, por consiguiente, se empequeñece, el «hinterland» de las oscuras pasiones. Bastan veinte, treinta me­tros de altura sobre el nivel del caserío de nuestro nueblo, para que empiece a advertirse el descarrilamiento de nuestra soberbia. Somos tan pequeños, nuestro mundillo es tan chico, nuestra vida es tan sórdida y rutinaria...A los veinte, a los treinta metros, empieza, dentro de nosotros, a desnudarse la verdad.

Pero abandonemos por un instante la ciudad. Salga­mos al campo. Próximas o no, desde el campo se ven siempre las montañas. Las montañas constituyen una in­vitación: son un «reclamo» que nos brinda Dios. Cuando se ha conseguido escalar una montaña, se ha logrado, de todas formas, algo importantísimo. Se ha alcanzado en una niñería porque sus metas son convencionales, cuando no absurdas. El deporte alpinista, no. El alpinismo es una ascesis auténtica. Es un intento de abrazar al mundo con nuestra mirada amorosa. Es un intento de vencer al mundo con nuestra pisada triunfante.
¿Dicen ustedes que nos desviamos del tema? No; no, porque nuestro tema es María, «Turris ebúrnea». Sólo porque María se había elevado sobre el nivel de la huma­nidad, Dios la eligió para Faro de los hombres, después de haberla elegido como Madre. La estirpe de David es una montaña en la orografía de la Historia. En la cumbre de la montaña floreció la fragancia de María y edificó Dios su morada, «Domus áurea», para causa, para motivo de nuestra alegría: «Causa nostra laeticiae».

¿Qué altar, pues, más idóneo para María que el ara natural de los montes, de los collados, de las colinas, de las montañas? Al «Cerro» de Santa María de la Cabeza llega cada año en oferente romería el clamor fatigado y gozoso de unos hombres, deseosos de altura: de unos hombres que suben a limpiar en el aire de la sierra —en el aire de Dios, en el aire sin contaminar— la verdad de sus almas. Porque en el «Cerro» —lo sabéis todos cuantos habéis tenido la bondad de leerme— el alma respira me­jor. En el «Cerro» los alvéolos del espíritu se inundan de un júbilo nuevo, siempre inestrenado. En el «Cerro», la naturaleza —maravillosa sacristana— ha iluminado de encantos inéditos y de luces inextinguibles, entre las flau­tas divinas del viento y el perfume reconfortante de las flores silvestres, el mejor altar de María. Cada romero que llega al «Cerro» —acólito para el servicio de este altar- lleva escondida en el fondo de su alegría la cam­pánula de su piadoso alborozo.

En el «Cerro» cada romero va a ofrendar a la Virgen el secreto, sublimado en la altura, de su plegaría.