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Rafael Zabaleta pasa, frecuentemente, por Úbeda. La última vez, este mes de febrero. Ha venido —la anécdota puede parecer baladí, pero tiene su categoría— para ir al oculista, acompañando a una vieja criada suya que se está quedando ciega.
—Es como de la familia —ha dicho Zabaleta...
Y es que Rafael —¡D. Rafael, caramba!— tiene, también, algo de patriarcal. (Me atrevería a decir que su misma pintura lo es.) Y así, su servidumbre pertenece a la antigua usanza. «Tal vez un día se escogerá convencionalmente el dato de la fecha de nacimiento de Zabaleta —escribió Eugenio d'Ors— como el principio de la Era en que se consumó una revolución decisiva en la pintura española». No sabe uno si la criada que se está quedando ciega ha leído alguna vez esto. Ella en todo caso, valorará sobre todas las cosas, al hombre bueno que hay en el pintor de Quesada.
—La inteligencia, o se reduce a bondad o no es nada —nos dijo en cierta ocasión el mismo Zabaleta.
Como estoy sentado con Zabaleta junto a la mesa de un café, cualquiera dirá que le estoy haciendo unas preguntas, que estamos teniendo una interviú en regla. ¡Qué tontería! Creo que no sirvo para eso. Zabaleta tampoco. Lo que hace él es hablar de temas corrientes. Y lo que pasa es que de vez en cuando dice cosas muy curiosas.
No estampa ninguna frase, pero dice cosas que hacen pensar.
Como cuando nos habla de París:
—En París el artista español tiene mucha importancia. Nuestra tradición pictórica, por ejemplo, es apreciada allí justamente. Aunque en España, no.
—¿En España no, Zabaleta?
—En España no es popular el artista. En España se populariza quizás, únicamente, lo que, intelectualmente, está descalificado.
—¿Un futbolista, Zabaleta?
—Eso; eso. En España se mira al artista con los anteojos puestos al revés, hasta minimizar su figura. Creo que en Francia, pecan de lo contrario. Lo miran con los anteojos bien puestos y, así, los ven más grandes de lo que son.
«Entre la sierra del Pozo y la sierra de Cazorla, el pintor (Zabaleta) ha levantado un mundo —el mundo que lleva a cuestas como un andarín— para su deleite y, quizás también para su necesidad.» Pensábamos en estas palabras de Camilo José de Cela, al despedirnos de Zabaleta. El pintor va ahora a Madrid. En otoño expondrá en Barcelona. Luego volverá quizás a París; tornará a Quesada, reincidirá de nuevo en el viaje a París... Siempre como un andarín con su mundo sonado a cuestas. ¿Qué proyectos tiene nuestro gran artista? ¡Bah! Es casi pecado hablar de proyectos a Zabaleta... Quien dispone de un mundo, ¿para qué quiere los proyectos? Ni la primavera, ni las flores, ni los ocasos, ni las nubes, ni el color, ni la vida se proyectan. Surgen solos, sin que nadie les empuje, ni les lance.
—A mí —dice Zabaleta—, no me gusta que me «achuchen»...
Es una frase bien gráfica, porque en el hombre bueno de Quesada todo es sazón; nada es urgencia. Todo se hace en su día, sin prisas de encargo... ni de cargo.
Por otra parte, resulta confortador hablar con nuestro artista. De él son, finalmente, poco más o menos, cstaa palabras de pureza:
—Hay que hacer, hay que crear. En arte, en ciencia, en poesía... El tiempo es buen cernedor, es un gran harnero; rebelde al olvido, superando todas las indiferencias, queda siempre un puñado de trigo limpio. Y, luego, la satisfacción de la obra hecha, constituye nuestra mejor esperanza, frente a la desesperanza.
¿Quedará sin vista la vieja sirviente de Zabaleta? He aquí el proyecto; el único proyecto inmediato, quizás, del pintor comprovinciano, al margen del mundo que lleva a cuestas: impedir una ceguera. El sabe como nadie cuanto vale la luz.
Anselmo de Esponera
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