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UNA CIUDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 11 de septiembre de 1954

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Es tonto creer que las ciudades, en su aspecto externo, se diferencian demasiado las unas de las otras. Ni las ciudades, ni los hombres. Las notas específicas, características de un pueblo o ciudad no se ven a simple vista, no se advierten sin esfuerzo. De ahí que el observador vulgar apenas puede captar por si solo la idiosincrasia particular de cada una de las entidades de población que conoce en un viaje, por ejemplo. Necesita, con frecuencia, de la ayuda literaria. Una lectura previa —más o menos tópica— sobre el país o región que visitamos, nos sirve como de andaderas para poder formular nuestro juicio; juicio que muchas veces creemos propio, cuando en realidad no pasa de ser un calco del juicio que ya nos han suministrado, anteriormente, las páginas de un libro.

Pero incluso al observador perspicaz, que se vale por sí mismo, pueden servirle de obstáculo los ya establecidos juicios literarios sobre un pueblo, un paisaje o una raza. No nos es posible a nosotros —por ejemplo— opinar sobre Castilla sin que la interposición inevitable de la prosa de Ortega, de «Azorín» o de Unamuno, impida nuestra libertad de visión o de expresión ante la perspectiva de la «llanura inmensa». Hay juicios «estampillados» respecto del tema. Si los aceptamos, pecamos de plagio o derivados… Si los rechazamos de plano luego nos remuerde la conciencia de una insinceridad, porque no podemos fiarnos de nosotros mismos cuando nos dejamos llevar de un prurito de contradicción. Toda previsión lleva anejo este peligro, ya que en cualquier revisión, el afán de rectificar, difícilmente se ciñe a los límites justos. Cuando decimos que «hay que poner los puntos sobre las ies», fácilmente nos sentimos inclinados a poner puntos también sobre las «aes», las «oes», y las «ues», pasando de un extremo a otro extremo, de un desenfreno crítico a otro desenfreno crítico de signo contrario. Así, cuando recientemente hemos leído las admirables crónicas de Víctor de la Serna sobre La Mancha, resulta inevitable recordar La Ruta de Don Quijote, de Azorín. No porque Víctor repita lo que escribió el maestro, sino, precisamente, porque dice todo lo contrario que el maestro. No habría escrito Víctor de la Serna, de seguro, que La Mancha es un vergel, o poco menos, si antes Azorín no nos hubiera comunicado la impresión de que La Mancha es poco menos que un desierto.

***

Pero he aquí La Coruña, en un extremo de España, ceñida casi por el Océano. Difícilmente la conoceremos tal como la ciudad es, a través de los escritores y poetas gallegos. Los escritores adolecen siempre de extremismos —de extremismos patrióticos— cuando se ponen a decir de su tierra. Pero La Coruña, que está en un extremo de España, está, paradójicamente, alejada de cualquier extremismo. El carácter extremista español se da en los pueblos y ciudades del Centro, mejor que en el litoral. En La Coruña —gran ciudad, en estrecho contacto con las aldeas que la circundan y con el mar que la acaricia— pueden sentirse al par las emociones entrañables de «miña terra», las dramáticas sugerencias del océano y las frívolas impresiones de la ciudad elegante. La Coruña no es una ciudad «de una pieza». Su arquitectura espiritual, lejos de atrincherarse tras el paredón de un exclusivismo patriotero, está literalmente abierta a todas las ingerencias. Por eso, sus gentes tienen las ideas flexibles, prestas a la comprensión y a la tolerancia, sin tiesuras envaradas.

En La Coruña está toda Galicia soterrada. No veis en La Coruña el alma gallega al descubierto, como en los pueblos y campos del interior de la región; pero su influencia se deja sentir, como una transpiración, a través de la corteza urbana —urbanística— de su aparato ciudadano. Por eso en La Coruña no se condensa artificiosamente ningún casticismo folklórico. Por La Coruña se entra y se sale de Galicia. Quiero decir que la ciudad no «obliga», por su carácter, como «obligan» otras capitalidades de región. Una Barcelona sin catalanismo no es concebible, como no es concebible una Sevilla sin andalucismo.

—¿Qué es lo más importante que hay para ver en La Coruña?— suele preguntar el visitante que por primera vez se dispone a recorrer y admirar la ciudad.

El coruñés, suele quedarse un tanto perplejo. Piensa que no hay grandes monumentos ni perspectivas de esas que son llamadas «grandiosas», ni típicas atracciones castizas, que, en cierto modo, coagulen los encantos de la ciudad. Son estos de tal índole, que carecen de un neto perfil concreto. Por eso, el coruñés, algo desconcertado, pero muy orgulloso, responde:

—En La Coruña no hay nada importante que ver… fuera de La Coruña.

La belleza de La Coruña, en efecto, radica en ella misma, en la ciudad. En sus parques, en sus vías, en las gentes que circulan por sus calles tocadas siempre de una inconfundible distinción; en la animación siempre renovada, en el ambiente…

La Coruña está en Galicia y Galicia está en La Coruña. Pero La Coruña no está —digámoslo— fanatizada por Galicia. En un extremo de España, abierta al mar, La Coruña, enraizada de célticos atavismos milenarios es, al mismo tiempo, la ciudad de España más sometida a las sugestiones de allende el océano. Este cruce de influencias desdibuja el carácter de la ciudad que de todo tiene menos de castiza. Pero, precisamente, esta ausencia de casticismo, resalta su condición de ciudad. La Coruña, ante todo, es una ciudad. Por eso, todos sus méritos no son sino méritos de la ciudad, sin que fuera de ella misma haya que buscar otros que trasciendan a Historia, a Arte o a Raza. Casi no se puede decir, «en la Coruña vi…». Se dirá «Vi La Coruña». Nada hay de especial importancia que ver en La Coruña. Pero ¿no es una gran cosa ver La Coruña?