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¿Qué es ser cristiano? Ah, estos niños son cristianos desde el día del Bautismo, pero en la Semana Santa tiene lugar para ellos algo así como la «toma de posesión». Les arrebataron del sueño al rayar el alba —les levantaron al amanecer—, les pusieron una túnica morada, les condujeron de la mano a través de las calles silentes y llegaron a una amplia plaza en la que ya triunfaban el sol y las golondrinas. Viernes Santo. Parecía un juego nuevo éste de vestirse de penitentes. Parecía un jolgorio inédito lo del capirucho sobre la cabezota rubia de Francisco de Asís..., pero en la plaza las trompetas dolientes ponían un festón de pena a la mañana y el gentío se agolpaba, expectante, a la puerta del templo. Dos largas filas de penitentes contagiaban su misterio al aire trascendido de violetas. Parecía como una feria —hasta había risas madrugadoras y pregones de pirulí en la ancha plaza—; pero, de pronto, una onda de silencio aquietó todos los gestos y cegó todas las palabras.
—¡Mira, el Señor!
Se había abierto la puerta del templo. Apareció Jesús Nazareno sobre su trono barroco. Las nubes de incienso acariciaban, flanqueaban morosas el trono dorado. En el trono dorado se debatían, en desamparo, las llamas implorantes de los cirios. Los cirios...
Jesús Nazareno lleva una túnica morada como la de los niños. (Parecía todo como un juego y...) El Señor palidece cargado con su cruz. Una música delgada, delgada, se filtra hasta el estanque dormido de las intimidades últimas. Una música, para decir: «Miserere». ¿Pero los niños saben rezar esta oración nueva del Viernes Santo? Los niños, en Navidad, ahormaron la plegaria dentro de su ingenuidad; entonces, aprendieron su canción garrapiñada, endulzada de ternuras. Sin embargo, al Señor —a este Señor lívido que tiene una corona de espinas en la frente— no puede cantársele el villancico. Miran los niños al Señor, y luego, un poco desconcertados, a la gente. Los rostros están serios, delatan una emoción. Y todo es como una tristeza... Extraña tristeza que acaricia.
Y la procesión, calle arriba, se alargó fulgente como una lanza. La procesión se clavaba, carne adentro, en la ciudad.
Ahora los niños están cansados. Cuando llegue a casa, dirán a su hermano pequeño que quedó en la cama, que no salió a la procesión; le dirán:
—¡Hemos visto al Señor!
Y palparán el raso del capirote y los cordones del cíngulo. Y llorarán —sí, llorarán— cuando mamá les desvista la túnica para ponerles jersey.
Mientras, yo pienso que la intuición de lo sagrado, de lo religioso, se ha operado definitivamente en ellos. La imagen de Cristo tiene ya para estos chiquillos un significado, una vigencia nueva. Porque muchas' veces la vieron en la oscuridad de los templos, y la miraron con curiosidad, y hasta rezaron ante ella un tanto forzados piadosamente por la madre o por la abuela... Pero lo de esta mañana es distinto. Una «conspiración» de finas sensaciones ha fijado —ha esculpido— para siempre el concepto de la Divinidad en sus almas. Cristo empieza a fermentar en sus vidas. No; no es el Señor algo que «se aprende» como la tabla de multiplicar. Ni siquiera es algo que «se canta» sabrosamente, alegremente; algo que se saborea bajo el hojaldre gozoso del villancico...
—¡Hemos visto al Señor!
Si están cansados los niños, si tienen sueño, hambre; si mañana, en sus juegos, van a imitar al penitente del tambor y luego al penitente de la trompeta; si harán de la silla un trono y del retrato descolgado de papá un cristo; si durante unos días la parodia procesional constituirá la principal de sus diversiones..., no todo va a quedar en esto. Porque muy hondo, y sin que ellos lo adviertan claramente, tienen ya en su surco, como una semilla, el «sentimiento religioso». (¿Acaso la idea religiosa no necesita del abono del sentimiento religioso?) Es su reserva espiritual. Cuando pasen los días y los años, y el dolor muerda deseos incumplidos —insaciables— de felicidad; cuando hombres a la intemperie la existencia les maltrate, se acordarán del Viernes Santo en que establecieron contacto vivo con Jesús y «tomaron posesión» de su condición gloriosa de cristianos.
... Aquella mañana, Jesús, agobiado bajo el azul de un cielo de golondrinas, recorría las calles de la ciudad, impartiendo su lección de Dolor. Había una zozobra de cirios, un temblor morado en el aire, un lamento desolado de trompetas. Y la lección de Amor del Nazareno llenaba a todas las cosas de belleza. Aquella mañana, ellos eran unos niños que habían sido arrebatados del sueño amanecer para vestir una túnica del color y de la forma la túnica de Cristo.
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