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Fachadas de palacios quedan todavía muchas. Va siendo más difícil ya topar con palacios; esto es, va siendo poco frecuente encontrar, en buen «uso», esas ediciones de lujo de la vivienda que la floración renacentista hizo surgir, generosamente, en nuestras ciudades y pueblos. Y no es que nos hayamos decidido, en lo que al modo de vida se refiere, por lo simple o exento de complicaciones; no es que prefiramos la «edición en rústica»... Es que el lujo cambia de estilo o, mejor, es que ya el lujo carece de estilo. Así, tocamos una época en la que lo suntuario, lejos de mostrar en cada caso el cuño de un personal prestigio —prestigio «trabajado» que al fin y al cabo constituiría su mejor o su única justificación—, se ofrece (o se alquila) confeccionado, no siempre a la medida, al mejor postor. Y uno de los resultados es éste: Palacios deshabitados y «Palaces» repletos. Porque no es que la gente renuncie, ascéticamente, al lujo; es que aspira a que se lo den hecho.
Muchas familias han perdido la posesión de sus casas señoriales; son bastantes las que las conservan... en lamentable abandono. No es raro, pues, que buen número de palacios, en estado de ruina más o menos inminente, hayan dejado de constituir un motivo artístico para reclamar, más bien, una atención de la arqueología. Lástima, porque la arqueología alude a la edad senil del monumento; y los palacios, poco más o menos, son jóvenes de cuatro siglos... Menos mal cuando los ha salvado una habilitación para otros menesteres; cuando el Estado o el Municipio les adoptan convirtiéndolos en museos, ayuntamientos o casas de la cultura. Medida que ha redimido a sus artesonados, a sus estrados y a sus salones del moho y de la humedad; y que permite subsista de ellos algo más que la fachada renegrida o el desportillado patio. Pero más de un palacio ha visto uno, por estas tierras andaluzas, degradado a casa de vecindad. Pasáis ante su portada de ancho dovelaje sobre la que, a lo mejor, unos tenantes prosopopéyicos muestran su énfasis de piedra. Os sentís impulsados, sugestionados, por la presencia imponente. Intentáis penetrar en el interior y... súbitamente os llega un tufo espeso y anodino agazapado tras la colosal puerta claveteada. O irrumpe en vuestros oídos una confusa algarabía de chiquillos de arrabal. No cabe más ironía...
Es grato por eso comprobar excepciones. No faltan, no pueden faltar. Contra el tiempo, frente a la famosa incuria de los hombres y a contrapelo de la opinión, existen todavía quienes —nobleza obliga— hacen del mantenimiento del palacio un deber: deber de estirpe y deber social de gran estilo. Deber social que rebasa la esfera del simple deber de sociedad cuando el palacio acierta a ser institución, es decir, cuando repercute su influencia en insospechados, y beneméritos, aspectos de caridad y de ciudadanía. Porque hay aristócratas. Porque hay aristócratas —digamos la palabra que tantas veces se elude— que no abdican, fieles a un fervor día a día continuado. La nobleza —piensan probablemente— no es, tanto en lo espiritual como en lo externo, una cosa que se conserva
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