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Cuando definitivamente se extinga la artesanía alfarera comprenderemos quizá menos el pasaje bíblico de la creación del primer hombre. Dios «hizo» al hombre de un trozo de barro. Fue un milagro. Pero trasuntos, hasta cierto punto, de este milagro los tenemos todavía en los obradores del alfar. Si la alfarería no resulta milagro, por lo menos parece magia. A mí, ciertamente, me causa esa impresión.
Y es que ya va resultando un prodigio encontrarnos con algo que, en lugar de haberse fabricado, se ha «hecho». Y más raro, topar con trabajadores que se denominen artesanos en vez de llamarse obreros.
Por lo pronto, el oficio imprime carácter. El artesano, hermano menor del artista —en algunos lugares, inclusive, se le llama artista— no advierte disminuida su personalidad cuando se pone a hacer: no tiene máquina al lado que lo eclipse. Tiene un artefacto mecánico a sus órdenes. El alfarero, concretamente tiene la «rueda». En cualquier caso, sin embargo, el primer actor de su trabajo es él. Y él lo sabe. Por eso, hasta cuando habla se le advierte un señorío. Hasta cuando ofrece la mano. Estoy por asegurar que la sobria amabilidad de este alfarero de Úbeda —Salvador Góngora Fernández— con el que acabo de tener una conversación, es una amabilidad antigua, como transmitida en «juro de heredad» al par que el mismo oficio a que se dedica. Un oficio de tradición familiar que data de su... tatarabuelo.
Lo malo es que en él va a concluir el oficio y, quizá también, esa rara especie de amabilidad. ¿Representa él un «fin de estirpe»? A su lado está un muchacho de trece años. Es su hijo. Le pregunto:
—¿Este también será alfarero?
—No, no —me responde—. El oficio se está poniendo mal. Este ha ingresado ahora en la Escuela de Maestría Industrial.
Lástima. El chiquillo, cuando pasen cuatro o cinco años, será ajustador, será mecánico-electricista; se especializará en el manejo del torno o de la laminadora. A lo mejor se hace perito industrial. Tendrá porvenir. Pero habrá vuelto las espaldas a su progenie. Se confundirá en las fábricas con mil hombres semejantes. Será uno de tantos... No sabrá estrechar la mano con el señorío de su padre. No tendrá impresa en las facciones del rostro la paz, la calma, la serenidad. Hará un papel airoso en el mundo civilizado. Pero, probablemente, la Cultura habrá perdido en él uno de sus hombres.
El alfarero ha tomado un trozo de arcilla amasada y lo ha puesto sobre la rueda. Pedalea y con toda naturalidad, mientras habla, modela con sus manos. Diríase que son unos toques levísimos. Su labor —repito— parece taumatúrgica. Del trozo informe de barro, el alfarero consigue, primero, un ánfora; una cantarita después, un jarrón luego. Así van surgiendo botijos, macetas, velones. Todo a voluntad. El giro vertiginoso de la arcilla dócil contiene en potencia, por así decirlo, todos los objetos imaginables. Un escolástico encontraría en el taller del alfar el ejemplo plástico de su doctrina. Porque el hilemorfismo aristotélico —materia, forma— no tendría que forzar aquí sus recursos analógicos. Demiurgo con camisa y pantalón de pana, el alfarero produce un «orden de cosas» —cosas tangibles, útiles y... bellas— del caos anónimo del barro batido, de la «masa».
Y, sin embargo, la masa también exige una preparación. No es algo que, nada más, «está ahí».
—Vera usted —me explica—, primero hay que acarrear arcilla de la cantera. Después se extiende en la era, donde se la somete a unas vueltas de arado, con azada de surcos. Luego el barro, se «mochea», se desmenuza. Más tarde se echa en los pilones. Se le bate, se le esponja y pasa por un tamiz. Y, ya líquido, se pasa a una alberca, lugar en que se le deja en reposo para que cuaje. Todavía necesita que se le pise antes de proceder al amasado de mano...
Esto, antes de la «rueda». ¿Después de la «rueda»?
—Después de la rueda, los objetos ya modelados se depositan en secaderos especiales. Y ya secos se les baña en color y se procede al vidriado mineral transparente. Sólo resta, entonces, la cocción, que se hace en hornos adaptados, a la temperatura de 800 grados.
El vidriado de los «cacharros» pide unas manos femeninas. Manos delicadas para la pintura, el adorno, el arabesco, la pirueta artística. Las muchachas cantan mientras trabajan. Sonríen y ríen. Hasta ironizan. Si todos los trabajos a que se dedica la mujer pudieran ser de este género, la femeneidad —ese soplo, ese íntimo vaho de cultura— quedaría siempre a salvo. Porque lo malo no es que las mujeres trabajen. Lo triste es que el alma de la mujer esté ausente en el trabajo de sus manos.
He aquí que en la artesanía alfarera, el esfuerzo de Adán se complementa con el exorno de Eva. Así se produce la obra, la «Obra Bien Hecha». Precisamente el apologista de la «Obra Bien Hecha» —Eugenio d'Ors— visitó una vez Úbeda, creo que en 1943, uno de estos obradores de Cerámica. No se contentó el filósofo con la contemplación; quiso él mismo poner «las manos en la masa». Se sentó junto a la rueda, pedaleó e hizo un ánfora. Quiso después que en el cacharro se escribiera: «Soy de Eugenio d'Ors». El sabio rió, rió gozosa, casi infantilmente, sorprendido de su propia obra. Después, había de escribir: «El secreto de la perfección artística de Úbeda radica en su vocación artesana».
Al abandonar el obrador alfarero, pasamos por la tienda. En ella se exhiben los cacharros en pintoresca heterogeneidad. El botijo para el agua fresca y el candelabro. Ánforas, por supuesto; pero, también, juegos de café.
—¿Llegan hasta aquí muchos turistas?
—Mire; esto queda muy apartado. Le digo que este oficio...
Claro; un bello oficio que no da para vivir. Una supervivencia. Casi un lujo, pues, de este tiempo presuroso. ¿Existirán dentro de veinte años hombres con la suficiente serenidad, con la precisa elegancia espiritual, que les permita dedicarse, consagrarse, a la artesanía cerámica? Ya se ve que no... Dentro de algún tiempo, el hijo de este alfarero de Úbeda —ese chiquillo que no cesa de mirarnos curioso— será ajustador o mecánico electricista; o habrá conseguido el título de perito industrial. Nadie, ¡ay!, podrá reprochárselo.
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