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PUBLICAR» A CRISTO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 13 de abril de 1965

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Piensa uno que, naturalmente, también entre los tam­bores anda el Señor. Diríase que remachan y atornillan el luto del Santo Entierro: Por muy floral que haya veni­do la primavera, ahora, en la Semana Santa, se produce una abdicación de la vernal euforia. Las rosas —paganas vírgenes quizás— escuchan devotas el sermón de los ci­rios. Los cirios procesionales se abren paso —dos filas— entre el gentío. La gente está hablando de lo suyo en las aceras y, de pronto, los tambores avisan a las almas de que lo sacro vuelve por sus fueros. La procesión es una lanza mística que, calle arriba, impone un silencio. ¿Quién duda de que la frivolidad tiene un trono levantado dentro de cada hombre? El mundo colorista, efímero, loco, ver­sátil, resplandece, por cierto, en la calle endomingada; y los carteles en las esquinas hacen la propaganda de las películas de Pascua con el reclamo de unas efigiadas seño­ritas vehementísimas (?). Pero he aquí que es Semana Santa todavía. He aquí que la cera inmola su casta ofren­da entre el incienso y que las trompetas —perdida su arrogancia— doblegan su ímpetu acordadas en tristura doliente. ¿Oís, pues, cómo los timbales afianzan la noche sobre sus cimientos? Los encapuchados traen, de muy le­jos, un viento antiguo de fervor. Con ellos, a su paso lento, vienen encadenados los siglos. Y la actualidad —la rabio­sa actualidad— se inhibe y como que se acobarda ante la sugestión sacra. (¡Qué pobre nuestro reducto existencial! Resulta que la Historia es mucho más varia y profunda. Nuestra actualidad es un minuto del Tiempo, y el Tiempo, ¿no es el vestíbulo de lo Eterno?) ¡Los penitentes! Sus pupilas —fulgor inquieto, avizorante entre los rasos luc­tuosos— dan miedo a los niños, y los niños siempre acier­tan. ¿Prestan los penitentes su mirada de carne —se la prestan sin saberlo— a los muertos?

Hay, sin embargo, quien nada más ve el cuerpo de la procesión sin atisbar su alma. Aquí, la «dura crítica» de la frase evangélica: «Tienen ojos y no ven». No ven que el desfile, suntuoso o no, se corresponde con una honda fluencia de emociones sutiles. No sienten la procesión por dentro. O no se sitúan para captar su grandiosa perspec­tiva espiritual. Si la procesión os deja impasibles es que no habéis querido tensar vuestra atención para que en ella percuta el ritmo augusto del Drama; es que dejasteis vagar vuestra mirada errátil sin prenderla un instante en lo trascendente, sin fijarla en los ojos del Cristo muerto, o del Cristo expirante, o del Cristo caído...

Pero —oigo explicar a alguien— todo esto, «ahora», resulta nada más un espectáculo. Un espectáculo para los creyentes. Para los incrédulos..., puede que una masca­rada.

Prescindiendo por el momento de que la procesión sea idónea o no para catequizar o enfervorizar a las gentes —que esto habría que discutirlo—, ¡qué orgullosos nos mostramos, a veces, de la época en que vivimos!, ¡qué des-ble corriente de estirpe puritana— soy de los que pien-dén hacia lo que no parece nuevo! Lo tradicional, como no nos implica, ¡qué fracaso! Llegan a creer algunos que su obra (y sus métodos) constituyen el definitivo hallazgo. Y, no obstante, lo cierto es que las cosas dan su perfume y mueren. Es la tradición quien recoge el yerto encanto de todas las épocas y embalsama, para la perpetuidad; sus efluvios. Hasta el punto de que este «ahora de ahora» —tan fugitivo— no sé salvará del naufragio si un piadoso recuerdo no recoge sü fragancia engarzando nuestro mo­mento en el rosario interminable de «mementos». De ma­nera que la procesión —tradición— objetiviza ritmos y esculpe permanencias. Cuando pasa, incorpora a su cau­dal las emociones de quienes la contemplan. De ahí qué nos llegue como un lírico viento empapado de plegarias ya ausentes, de temblores viejos, de plata de nostalgias. ¡No digáis que se puede vivir sin nostalgias! La misma felicidad, como de un bouquet, ¿no necesita de la melan­colía? Ni seáis tan orgullosos que penséis que la Historia no ayuda a la misma plenitud de advertirse seguro den­tro de la propia vida. Ni opinéis que la religión de nues­tros mayores, que la procesión ños plasma, no nos sirve «ya» a nosotros porque nuestro estilo de piedad es otro.

Pero no se trata sólo de un sentimental respeto al pa­sado. Apercibios porque la procesión llegó. ¿Acusáis su divino mensaje? Dios es Verdad. Y Dios tiene su argu­mento, su Drama, su Desenlace, su Glorificación. No es ün teorema, sino una realidad que nos envuelve y nos cerca. Por eso la procesión quiere ser una participación católica, es decir, de todas las cosas. Los oros, las seda, los rasos morados o negros comulgan en un mismo fervor. Dios ha muerto por el hombre y la calle tiene que ente­rarse. Tiene que saberlo la gente que en las aceras se agolpa hablando de sus cosas presentes y urgentes. Tienen que informarse los que no saben, los que niegan o igno­ran, los que tartamudean sin convicción sus ideas. Y así la predicación —que no el desfile— dice su palabra a todas las generaciones, aquieta los suspiros en liturgias, exorciza trivialidades y hace arquitectura de las lágrimas

Privilegio es de nuestra España esta «demostración» de la Semana Santa procesional, esta protestación de fe de nuestros pueblos convertidos ocasionalmente en templos. Aquí Cristo no es un exiliado al que hay que confinar, al que hay que recluir más o menos sigilosamente en las conciencias. Aquí estamos convencidos de que hay que «publicar» a Dios y «vocear» su Ofrenda. Que las calles narren la gloria de Dios como la narran —lo cuenta exultante de gozo el salmista— las estrellas. Yo estoy viendo ahora el maravilloso espectáculo de las ciudades de España enteradas de Dios, en las procesiones de Jue­ves y Viernes Santo. Pienso sobre todo, con Orgullo, en las que la celebración solemne de la Semana Santa han hecho motivo especial de honrosa y general devoción, de tal manera que —Valladolid, Sevilla, Cartagena, Zamora, Málaga, Murcia, Úbeda, Toledo, Cuenca, Toro, Grana­da...— es difícil concebirlas sin sus procesiones; «ciuda­des de Semana Santa», que ha escrito don Melchor Fer­nández Almagro, cuyas actividades de todo el año están siempre un poco impregnadas de la religiosidad que la sublime conmemoración suscita. Pienso con emoción en estas ciudades porque yo —a despecho de cualquier posición, en católico y a la española, que también entre los tambores anda el Señor.