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(Carta a un escritor paralítico)
Sillón de ruedas es el título de un libro, escrito por Manuel Lozano Garrido y recientemente editado en Barcelona. Manuel Lozano, todavía muy joven, vive en Linares, paralítico desde hace bastantes años. Ha escrito esta obra —cuenta su prologuista— con la pluma cogida por una goma a un solo dedo de la mano izquierda. El autor ha convertido su desventura en pura «aventura»..., cuyo insospechado horizonte religioso se refleja en veintiocho capítulos cargadísimos de ideas, de una densidad conceptual tan apretada, que oscurece, a ratos, los caminos de su prosa, en extremo fértil y sugerente.
Estoy leyendo tu libro, Manuel Lozano. No sé cuándo terminaré de leerlo. A lo mejor, nunca. Nunca, porque Sillón de ruedas no es una novela. Una novela que «pasa sola», deslizante, para la pronta digestión y para el olvido... Tu libro, más bien, es para degustado lentamente, para masticado sin prisas. Tú, Manuel Lozano, ¿has acabado ya de leer el Evangelio? Pues eso, un poco, nos pasa con Sillón de ruedas. No es que su lectura ocupe una tarde o una noche completas. Si yo te dijera que su deglución puede formar parte integrante de las tareas de toda una vida, me llamarías exagerado. Y no es, exactamente, eso. Es que tu obra, para muchos de nosotros, tiene seguramente un carácter fundamental formativo. No es para el estante de la biblioteca. Es para la mesa de trabajo, ¿entiendes?
¡Qué fácil, Manuel Lozano, te hubiera sido escribir un volumen anecdótico, más o menos interesante, acerca de tu «experiencia»! Tendría esa nota de «amenidad» —¡caramba con la amenidad!— que hoy reclama, como el pan de cada día, el lector medio. Pero tú no has hecho de tu dolor materia de reportaje. Ni has dado «declaraciones» expresas sobre tu particular situación. Ni has contado demasiadas «cosas». Ni te has salido por los «cerros di Úbeda»... para que te lean... en Úbeda. Creo que está claro. No le regalas a la gente, como se dice con frase horrible, «por mitad del gusto». No haces concesiones al paladar estragado —simplista o no— de la mayoría.
Lo que tú has escrito es, nada más y nada menos, un libro de espiritualidad. Y la espiritualidad, amigo mío, es una cosa difícil. Algo que exige conceptos, ideas... y voluntad. Algo que demanda horas y horas de trabajo. Tú tienes «hecha» tu espiritualidad, no a base de impresiones fugaces o de virtudes de prontuario; tú la has forjado dolorosamente, con «aprendizaje y heroísmo». Y por eso tu obra, reflejo de tu estado de ánimo, no podía elegir la línea de menor resistencia. ¿Verdad que conoces muchos libros, con pretensiones formativas, jflasmados a base de palabras-sorpresa, de máximas ingeniosas, de hallazgos metafóricos? Eso deslumhra, pero luego... Perdóname el símil taurino —impropio quizás en este caso—, pero yo creo que los escritores de esa laya (esos del reportaje amenísimo, o los otros —Osear Wilde a la vista— del «dribling» paradójico, del regate léxico, de la alusión efectista) no hacen sino torear brillantemente, de capa, a los temas. Pero algunos temas exigen faena, piden aguante, reclaman... la muleta. Me parece que tú, Manuel Lozano, ante todo, eres un excelente muletero literario: es decir, un pensador de nervio, un meditativo que, serenamente, «obligas». Y renuncias al adorno, a la pinturería. Y a los pases mirando al tendido. De otra parte, y puestos a señalar posibles analogías, ¿quieres que te diga una cosa? Más me recuerda tu prosa, espesa de pensamiento, la de un Bernanos que la de un Gustave Thibón, por ejemplo. Yo admiro a Thibón, de una pureza conceptual extraordinaria, pero lo entiendo demasiado bien, y esto no termina de gustarme. Creo que la materia compleja que un tema religioso supone es, en todo caso, algo difícil y pedregoso. Por lo demás, no se narra una intimidad como se cuenta un partido de fútbol. No se refiere una vivencia ascética con la prontitud y la soltura con que se describe un suceso callejero o una verbena. El proceso de perfección espiritual es vivo, pero rara vez vivaz. Tu estilo recuerda el de Bernanos; a veces, quizá, el de Graham Greene. Ni un asomo de reminiscencias chestertonianas —por grande que sea tu devoción hacia el polemista inglés— en tu manera. Chesterton encanta por su malabarismo y por su «chispa», por su sano humor rubicundo, más que por su hondura. Chesterton es un escritor alegre, y la verdad es que, por mucho que nos empeñemos en contrario, la espiritualidad es dolorosa. Gloriosamente dolorosa, pero sustancialmente dolorosa. No hay que confundir, creo, dolor con pesimismo. El cristiano es esencialmente optimista, pero hay una angustia en su hondón metafísico o no hay cristiano. Luego, en ese bloque de angustia, el cristiano esculpe la imagen vigorosa de la Esperanza quitando, como Miguel Ángel al mármol, «todo lo que sobra». Pero no hay una versión más genuina del Cristo que la de Cristo Crucificado. Un cristiano, si ha de merecer enteramente su nombre, ha de serlo en carne viva, con su cruz y su calvario. Y lo demás es componenda.
De seguro que tu espiritualidad, Manuel Lozano, cincelada en la materia prima del sufrimiento, exigía un libro como Sillón de ruedas, rezumante de optimismo, sí, pero enraizado en la verdad insalvable del dolor. Dolor que, penetrado de Fe, ha transfigurado tu existencia. Ahora ocurre que nosotros, neófitos, no sabemos entenderlo del todo, porque carecemos de tu tremenda experiencia. El dolor es una ciencia. Y tú lo dices de un modo impresionante que pone escalofríos en nuestra blandura, en nuestro dengue, en nuestro raquitismo... Tú lo dices: «La inutilidad exige un aprendizaje que pone a contribución todas las potencias naturales. Se llega a paralítico como se logra un título de ajustador, tallista o ingeniero».
De momento, Manuel Lozano, uno ya sabe, después de leer algunos capítulos de tu libro, que el dolor no es una limitación, sino un medio portentoso de ampliar nuestra capacidad íntima. El dolor es la «cámara oscura» para el daguerrotipo de la Gracia. El dolor es una fuente de conocimiento. Y uno que creía que el dolor estaba ahí para espantarlo como se espanta a una mosca.
Ya conozco, Manuel Lozano, que, a pesar de vivir en un «valle de lágrimas» sé poquísimo de la ciencia del dolor, sé poquísimo del dolor mismo ...Seguiré leyendo tu libro. Creo que no terminaré nunca de leerlo. Creo que no lo voy a relegar jamás al estante. Tú —amigo— eres un titulado del dolor. Y nosotros, aprendices...
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