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UN PUEBLO DECRETADO POR LA ILUSTRACIÓN [LA CAROLINA]

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 21 de enero de 1960

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En la provincia de Jaén, no lejos de Úbeda y Baeza —ciudades con el caracol de su historia a cuestas—, La Carolina, en las mismas puertas de Sierra Morena, sor­prende al visitante ocasional con su aire setecentista fide­lísima e insólitamente conservado. La Carolina está al borde de la carretera general de Andalucía. Merece la pena dedicarle unas horas. No; no es aquello de parar el coche en las afueras para tomar en el bar oportunista que os sale al paso unas cervezas o una Coca-Cola. Esto es poco... Si el viajero es curioso, debe «entrar», siquiera fuese unos momentos, en la ciudad. Le sorprenderá de seguro el rigor dieciochesco de su trazado urbano. Un empaque «more geométrico»; tono menor seguramente, pero radicalísimo. No se encuentra una sola calle que no esté en línea recta. Ni una esquina que deje de ser estricto vértice. Ni una glorieta cuya área no sea igual —implaca­blemente igual— al producto del perímetro por la mitad del apotema... Y esto no en un barrio, que eso tendría escaso relieve. Eso en toda la ciudad, que así, natural­mente, parece desprovista de secretos, de «rincones». No hay «rincones» en La Carolina; sólo hay ángulos... ¿Caso único en España? Quizá.

Y, sin embargo, la explicación no tiene nada de difícil Porque este pueblo fue construido —más que construido: decretado— en el reinado de Carlos III (de done le viene su nombre), en plena «Ilustración»; es decir, fue erigida La Carolina en la época en que el racionalismo quiso do­meñar con sus coordenadas el mundo todo. En un tiempo en que el espíritu, cuadriculado de lógica, sintió de pronto vocación de polígono, derrotados ya —provisionalmente— sus ímpetus fáusticos, sus barrocas estridencias... La «Ilustración», pues, en el Poder quiso en España una ciudad a su imagen y semejanza. Y la ocasión vino al pelo. Había que poblar Sierra Morena, nido de bandidaje; había que desterrar de sus contornos todo vestigio de desorden, de rebeldía. Thurriegel, a tal fin, presentaba un proyecto al Rey proponiendo la fundación de trece pobla­dos en las estribaciones héticas, que habían de ser colo­nizados por alemanes y flamencos. Medida de salud pú­blica muy concorde con la política borbónica, el propósito no tardó en cuajar. Y hacia mediados de siglo surgió La Carolina, capitalidad de los trece poblados, más como un teorema que como un pueblo en la topografía algo com­pleja del Santo Reino de Jaén. Pronto el «teorema» se hu­manizó y se hizo pueblo vivo con la colonización flamenca, y no tardó en encargarse de la superintendencia de la ciudad y sus contornos don Pablo Antonio José de Olavide y Jáuregui, el inteligente y redomado limeño, que fue llamado a España, al parecer, por una «travesura» —oi­dor en la Reí Audiencia de la capital peruana, había in­vertido en la construcción de un teatro los fondos desti­nados a una iglesia— y que ya en la Corte hendió con su enciclopedismo a proa todos los obstáculos que a su aprovechada carrera hubieron de oponérsele.

Aunque parece, no obstante, que los «fiolosofismos» de Olavide pasaron la raya, puesto que los mismos colonos carolinenses en 1775, escandalizados de sus discursos y soflamas, hicieron causa común con el capuchino fray Romualdo de Friburgo, acusándole a la Inquisición. Sa­bidos son los avatares, en extremo azarosos, de la vida de don Pablo Antonio a partir de este momento. Confinado en Sahagún, huyó luego a París, donde tampoco le fueron bien las cosas y fue recluido por El Terror... ¿Data de entonces su conversión? ¿Se operó entonces ante la des­gracia la palingenesia de sus ideas y la crisis moral de su personalidad, bien manifiestas en su retractación El Evan­gelio en triunfo y en los versos de su Salterio espiritual?

Olavide volvió a España y murió en Baeza. En La Ca­rolina está plasmado su recuerdo en el palacio todavía llamado del «Intendente», del que sólo queda en buen estado la fachada. Palacio venido a menos, que preside el caserío de la ciudad borbónica y neoclásica, y en el que La Carolina, puesta a bucear en el pasado, encuentra el primer estrato de su historia.

Pero es curioso que La Carolina eligiese como Patrono a San Juan de la Cruz. El reformador carmelita, tras el Capítulo que le depuso de su cargo de definidor de la Or­den, pasó su exilio —llamémosle así— en el convento de la Peñuela, que tuvo su emplazamiento en el siglo xvi muy cerca del lugar en que después habría de erigirse el pueblo «decretado». Olavide, fundador; Juan de Yepes, Patrono. ¿Puede concebirse un contraste mayor? No es fácil en­contrar temperamentos más opuestos. Olavide, en sus es­carceos literarios, es un poeta de trapo; los poemas de San Juan de la Cruz son flores naturales con fragancia sobrenatural... Por eso la paráfrasis de la poesía orien­talista, hebraica, alcanzó en el Cántico espiritual trémolos divinos... Pero, ¿qué decir del envarado empaque que pretende dar el intendente de su Salterio a la exuberancia lírica de los Salmos? Es como cuando se intenta para la rosa un artificial nudoso tallo de caña.

La Carolina, junto a Sierra Morena, tiene la cartesia­na perfección de un trazado urbano sin mácula. Luego, La Carolina advierte que el espíritu se rebela contra la cuadrícula y aspira a la plegaria y al verso. Y peregrina al «pozo milagroso» de San Juan de la Cruz, en demanda de aguas vivas. La Carolina mantiene todavía en pie el palacio del superintendente de los versos cloróticos, sin color y sin calor, traductor de Voltaire y de Du Belloy. Es como una muestra de la cortés deferencia de la ciudad a Olavide. Pero sabe La Carolina que la sandalia del car­melita se había anticipado en sus contornos casi dos siglos al pisante de don Pablo Antonio José...

Neoclasicismo, sanjuanismo. Dos palabras que nadie ha visto juntas y que, sin embargo, han entablado cono­cimiento y amiganza en La Carolina.