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Nunca como en el Corpus, la sensación de «plenitud católica» se muestra más a lo vivo. La idea religiosa, ciertamente, lo presupone todo: anhelo, vigor, zozobra, esperanza. Dios, es Dios de nuestra alegría, pero no desdeña la ofrenda de nuestra tristeza. Quiere nuestra canción y acepta nuestra lágrima. En el Corpus, el Señor asume, de manera solemne, la integridad del Misterio —Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad— para, agotando la capacidad del asombro del hombre, mostrarse en la verdad total de su Realeza que es, por sublime designio suyo, la verdad total de su humildad. En la procesión del Corpus sentimos a Dios sin verlo con los ojos mortales: lo sentimos silencioso y magno en la armonía rotunda de la liturgia y de la naturaleza, entre oros e inciensos, coronando una serenidad bordada de cánticos. La Custodia es el Sol de esa cósmica, inenarrable estructura que es el Catolicismo. Porque —insistimos— el catolicismo es el cuenco maravilloso en que cabe el hombre total: el hombre acompañado de sus triunfos y de sus miserias, de sus líricas resonancias y de sus tempestades oceánicas. Y la Hostia es el Faro que proyecta bandadas de luz —orden de Amor— sobre el enjambre tumultuoso de las almas. El alma de los hombres, ¿es un inquieto espejo roto, es una aspiración de absoluto en constante trance de naufragio? Pues la Eucaristía es la vibración de eternidad cabrilleante sobre el enigma insondable del hombre. Es el Misterio que todavía no pueden haber comprendido los ángeles: Dios que se chapuza en el Hombre, la Divinidad sumida en el Cuerpo para la rehabilitación del hombre, reo de todos los pecados contra Dios azuzados por la carne...
Plenitud. La mañana de junio exprime todos los pomos primaverales para la alabanza a Cristo. El «Tantum Ergo» va derramando esperanza... Dos meses hace que la liturgia católica, en las procesiones de Semana Santa, nos mostraba el Dolor de Cristo; era la hora tenebrosa en que el mal enseñaba su efímero triunfo sobre lo eterno. Ahora, hace unas horas, ha vuelto a pasar Cristo por las calles. Pero Cristo real y verdadero, entre el triunfo de las espigas de oro, alzado sobre el esplendor de las dalmáticas sacerdotales. Es la sazón gloriosa de Cristo, maduro ya en el Altar para el hambre y sed de la Historia y de los hombres.
Pero..., ¿es que los hombres tenemos, verdaderamente, hambre? He aquí la paradoja sublime del Misterio. Dios ofrecido en Manjar, ante el hombre inapetente y remiso. Se nos da el Señor y nosotros casi rehusamos el Alimento, engolosinados y enfermizos. Porque es eso: Dios es Manjar y nosotros preferimos la golosina. Dios es Pan y es Vino, Pan para nuestra fortaleza —Vino que engendra vírgenes— y nosotros optamos por la repostería engañosa del mundo, el demonio y la carne. Así, consumimos nuestra vida, agostados por un fuego que no se eleva; quemados por un humo, que no por una llama; empachados por un hartazgo de las cosas, pero no fortalecidos por el vigor de las esencias. Debilidad, se llama la enfermedad nuestra, esta «enfermedad católica» que nos deja indiferentes ante el Sagrario y fríos —todavía fríos-ante la Hostia.
Corpus. Cifra de luz, palabra de belleza, signo de encendimiento. Ha pasado Cristo —callada entrega de Amor— encerrado en la Custodia. Hemos doblado nuestra rodilla, hemos inclinado la frente. ¿Nada más? ¿Para tan poco, para tan escaso homenaje del hombre, la ofrenda sublime de todo un Dios, de «todo» Dios? ¡Corpus! Que el prodigio del Misterio devuelva su apetencia a la humanidad triste. Que podamos exclamar: Tenemos Hambre, Señor. Porque sólo es eso: nos falta el Hambre.
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