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CORPUS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 29 de abril 1959

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Nunca como en el Corpus, la sensación de «plenitud católica» se muestra más a lo vivo. La idea religiosa, cier­tamente, lo presupone todo: anhelo, vigor, zozobra, espe­ranza. Dios, es Dios de nuestra alegría, pero no desdeña la ofrenda de nuestra tristeza. Quiere nuestra canción y acepta nuestra lágrima. En el Corpus, el Señor asume, de manera solemne, la integridad del Misterio —Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad— para, agotando la capacidad del asombro del hombre, mostrarse en la verdad total de su Realeza que es, por sublime designio suyo, la verdad total de su humildad. En la procesión del Corpus senti­mos a Dios sin verlo con los ojos mortales: lo sentimos silencioso y magno en la armonía rotunda de la liturgia y de la naturaleza, entre oros e inciensos, coronando una serenidad bordada de cánticos. La Custodia es el Sol de esa cósmica, inenarrable estructura que es el Catolicismo. Porque —insistimos— el catolicismo es el cuenco mara­villoso en que cabe el hombre total: el hombre acompa­ñado de sus triunfos y de sus miserias, de sus líricas re­sonancias y de sus tempestades oceánicas. Y la Hostia es el Faro que proyecta bandadas de luz —orden de Amor— sobre el enjambre tumultuoso de las almas. El alma de los hombres, ¿es un inquieto espejo roto, es una aspira­ción de absoluto en constante trance de naufragio? Pues la Eucaristía es la vibración de eternidad cabrilleante sobre el enigma insondable del hombre. Es el Misterio que todavía no pueden haber comprendido los ángeles: Dios que se chapuza en el Hombre, la Divinidad sumida en el Cuerpo para la rehabilitación del hombre, reo de todos los pecados contra Dios azuzados por la carne...

Plenitud. La mañana de junio exprime todos los pomos primaverales para la alabanza a Cristo. El «Tantum Ergo» va derramando esperanza... Dos meses hace que la litur­gia católica, en las procesiones de Semana Santa, nos mostraba el Dolor de Cristo; era la hora tenebrosa en que el mal enseñaba su efímero triunfo sobre lo eterno. Ahora, hace unas horas, ha vuelto a pasar Cristo por las calles. Pero Cristo real y verdadero, entre el triunfo de las espi­gas de oro, alzado sobre el esplendor de las dalmáticas sacerdotales. Es la sazón gloriosa de Cristo, maduro ya en el Altar para el hambre y sed de la Historia y de los hombres.

Pero..., ¿es que los hombres tenemos, verdaderamente, hambre? He aquí la paradoja sublime del Misterio. Dios ofrecido en Manjar, ante el hombre inapetente y remiso. Se nos da el Señor y nosotros casi rehusamos el Alimento, engolosinados y enfermizos. Porque es eso: Dios es Man­jar y nosotros preferimos la golosina. Dios es Pan y es Vino, Pan para nuestra fortaleza —Vino que engendra vírgenes— y nosotros optamos por la repostería enga­ñosa del mundo, el demonio y la carne. Así, consumimos nuestra vida, agostados por un fuego que no se eleva; quemados por un humo, que no por una llama; empacha­dos por un hartazgo de las cosas, pero no fortalecidos por el vigor de las esencias. Debilidad, se llama la enfer­medad nuestra, esta «enfermedad católica» que nos deja indiferentes ante el Sagrario y fríos —todavía fríos-ante la Hostia.

Corpus. Cifra de luz, palabra de belleza, signo de en­cendimiento. Ha pasado Cristo —callada entrega de Amor— encerrado en la Custodia. Hemos doblado nues­tra rodilla, hemos inclinado la frente. ¿Nada más? ¿Para tan poco, para tan escaso homenaje del hombre, la ofren­da sublime de todo un Dios, de «todo» Dios? ¡Corpus! Que el prodigio del Misterio devuelva su apetencia a la humanidad triste. Que podamos exclamar: Tenemos Ham­bre, Señor. Porque sólo es eso: nos falta el Hambre.