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(Para don Pedro Sola Muñoz, alcalde de Úbeda.)
La idea lírica —¿por qué, siempre, las ideas... objetivas?— sugerida, así, blandamente, casi furtivamente, en medio de la calle, a lo mejor entre eso que llamamos «tráfago», consigue una repercusión —la serie de repercusiones en la conciencia es infinita—, aunque llegue a nosotros con aquel aire modesto y apacible de las cosas poéticas.
El prestigio de la poesía consiste en que, al fin y al cabo, la poesía es un instinto. Se puede cerebralizar la poesía, pero entonces resultará una poesía sintética, muy reluciente y muy bien preparada —muy bien presentada—, pero...
Y, vaya si es humilde la poesía. La vemos, iluminada en unos ojos, o enredada en un árbol... ¡Si basta, nada más, alargar el brazo para conseguirla! «Feliz edad y felices tiempos aquéllos —decía Don Quijote— en que no existía lo tuyo y lo mío». No se vivieron históricamente —con toda probabilidad— estos tiempos y, sin embargo, una conciencia poética, puede devolvernos, o traernos, en cada instante, la comunión plena, íntima, de todos. Porque existe la posesión externa que nos da un derecho al «uso» de esto o de lo otro. Pero, el uso, ¿qué es? Casi una ilusión, casi una utopía. Hay una realidad subyacente que únicamente aprehende la poesía, que no puede saborear el «uso». ¡Ah! La poesía tiene como órgano a la imaginación... Casi no estimamos a la imaginación, ya que nos es concedida gratuitamente, pero, de cierto, ella nos hace adueñarnos del mundo. Sin exclusión, en una posesión que no impide la coparticipación.
Y bien...
Los chopos adolescentes de la plaza de Vázquez de Molina tenían este atardecer algo así como un deseo de querer decir algo. Fueron plantados allí esta primavera y ya su presencia ha adquirido una personalidad en la plaza. Cada vez que el viento o que la brisa acaricia sus hojas, los chopos impregnan el alma de su simpatía verde, de su inquietud apacible... Sin pedir nada a cambio, el árbol ofrece —en medio de eso que llamamos el tráfago— aquella idea lírica que orea el espíritu, como una bocanada de Dios, cuando menos se piensa. O cuando más se piensa en las inminentes cosas próximas que nos rodean.
Y es una bendición esta colaboración de los chopos en la plaza vetusta. Traen una blanda alegría vegetal, muy femenina, a este poema rotundo, al himno solemne de la plaza orquestal. El árbol, a pesar de su naturaleza orgánica, es, en cierto modo, como la piedra, algo perennal que difícilmente muere. Puede encararse sin «complejo» a los sillares y a los paramentos porque su aspiración tiene ambición de siglos. Yo me figuro, por eso, a estos chopos, ahora adolescentes, dentro de veinte, de cincuenta, de cien (?) años. ¿Se unirán, entonces, al coro nostálgico de las piedras? El leve bullicio lírico de su fronda será un índice, empero, de amena juventud...
Nada tan cruel, tan impuro..., tan nihilista como el polvo. Hace unos años, la plaza de Vázquez de Molina iba a sucumbir víctima del polvo. Un polvo que se levantaba a ras del suelo, en penachos siniestros, cada vez que quería el viento. Un polvo cegador que ponía ardores en el rostro y tinieblas secas en la mirada... Pero vino la pavimentación magnífica: ya la plaza no gemía en su descalcez secular; se evitó, para la plaza, el triste destino arqueológico, se consiguió que el arte, venido a menos, diese en ruinas.
Ahora los chopos, enamorando al viento, van a hacer guardia poética a las piedras. Cada atardecer susurrarán un cariño. Serán, como Abisag en el lecho de senectud del Rey profeta, un regalo de juventud para la gloria transida del conjunto monumental...
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