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Se vistió de soldado romano para la fiesta que este año, como todos, ha celebrado su cofradía el primer domingo de Cuaresma, el domingo «de piñata», como dicen por ahí. El «traje de romano» va para un año que estaba guardado en el fondo de no sé qué secreta arca en la casa de don Roque, el presidente. El —el soldado romano— ha estado, mientras, todo este tiempo, de la ceca a la meca, trabajando en esas hazas, escardando en esos campos, segando en esos cortijos, trillando en esas eras, durmiendo en las cabanas de esos melonares, cavando el «pie» de esos olivos. Tiene, ¿cómo no?, el rostro atezado, y su voz está un poco ronca del aguardiente de las frías mañanas de «aceituna», del vinazo espeso de la taberna de «Brazazos», o de la taberna del «Rubio». Ahora, el día de la fiesta de su cofradía, de «La Humildad», su mujer le ha preparado la camisa limpia, él ha venido a holgar... Y cuando ha oído los cohetes se ha apresurado a presentarse en la casa del presidente para vestir su traje; ese traje que le da tan singular prestancia en la memorable tarde del Jueves Santo, con su casco de cresta roja, con sus altas botas de cuero, con sus ajustadas medias, con su coraza de «latillas»...
Sí; el atuendo es perfecto; puede decirse que no ic falta un detalle, y él sólo muestra un poco de preocupación porque la cinta de la bota le ha venido un poco corta y no abrocha hasta lo alto y... porque falta una «latilla», de la coraza que al sacar el traje del baúl se enganchó yo no sé donde. De todas formas, el soldado romano, está satisfecho y cuando me ha visto en la iglesia, se ha separado y, como yo le conozco, como yo también conocía a su padre, me ha tendido la mano y me ha dicho:
—Estamos bien, ¿no?... Pero este cordón de la bota...
Luego ha comenzado la solemne fiesta. La orquesta ha irrumpido jubilosamente con el «Gloria» de la Pontifical de Perossi, y los oros litúrgicos, las luces eclesiásticas, el incienso, las viejas resonancias del canto gregoriano deben de haber destilado en el alma elemental de nuestro hombre, un extraño complejo sentimental. Después, leída la Epístola, la banda de soldados romanos, ha tocado la marcha de la procesión. El templo, la iglesia de San Pablo, se ha inundado súbitamente de Jueves Santo y, ¡mirad qué cosa!, el alma, desde su fondo escondido ha empujado hasta la piel unos escalofríos y hasta los ojos unas lágrimas. Creo que ni el mismo soldado romano ha podido librarse de esta emoción, porque al terminar la fiesta ha vuelto a hablarme y me ha ponderado «lo hermoso que ha resultado todo», y lo bien que ha predicado el padre y... «lo que él, durante toda la mañana se ha acordado de su padre». Porque, ¿no lo sabíais?, el padre de nuestro soldado romano era, también, cofrade de «La Humildad». Se llamaba Alejandro. «Acudía» casa de Montilla, trabajaba en «La Treviña» en la finca de doña María, en «la casa», como él decía. Cuando venía la Semana Santa, vestía su túnica roja y su capirote amarillo y el Jueves Santo, con la «careta» alzada y el cigarro en la boca, con su «nene» (el «romano» de ahora) de la mano, se dirigía «Real abajo» al palacio enrejado de Montilla, «de la casa», donde se juntaba el «guión», antes de ir a recoger al «Santo».
—Mi padre —dice el «romano»— le tenía «mucha voluntad» a «estas cosas». Como sabe usted que él era tan buenísimo...
Yo, naturalmente, ratifico que sí, que el padre del soldado romano era buenísimo, y entonces el romano me dice:
—Aquellos tiempos...
Y vuelve a hablarme de cuando era presidente de la «sociedad» don Antonio Pasquau, y de aquel año —él lo sabe «por referencia» de su padre— en que la banda de romanos no tocó «ni las trompetas ni los tambores» cuando la procesión pasó por delante de la casa de don Antonio, que estaba muñéndose...
Al terminar la fiesta, el soldado romano, ha dejado sus arreos en casa de don Roque, el presidente, y ya, ahora, estará por esas hazas, por esas huertas, por esos campos, por esos olivares. Por la noche sentará a su «nene el mayor» en las rodillas mientras la mujer se pone a «aviar», y el nene mayor le preguntará dónde está el traje de romano...
—En casa de don Roque, «chache». Cuando venga el Jueves Santo, otra vez iré a ponérmelo.
—Y, ¿falta mucho para el Jueves Santo? —responderá el chiquillo...
El «soldado romano» —ese hombre atezado— tiene también su alma.
Y en su alma (¿por qué no?) hay también recuerdos fragantes, sentimientos y hasta lirismos.
Cuando el soldado romano viste su casco, su coraza de «latillas» y sus botas..., se acuerda de su padre, aquel buen Alejandro que en la tarde del Jueves Santo le llevaba a él, «Real abajo», agarrado de la mano, cuando iba «a juntarse el guión» en la casa de Montilla.
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