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Jacques Maritain ha escrito recientemente que el «hombre se va pareciendo a una abeja que ya no tuviera el instinto de elaborar su miel». Sí, efectivamente, llenos de conocimiento como estamos, chorreantes de técnica derramada, correosos de ciencia que no acierta a ser sabiduría, nos sumimos en un estado de ánimo caracterizado, al par, por deslumbramientos y oscuridades; sí, de un lado, triunfalizamos a costa de los mil inventos de cada día y, de otro, se nos anubla el espíritu cuando leemos en la prensa las catástrofes morales de cada mañana, la bella frase del filósofo francés viene a abonar muchos temores. Sí; existe el temor —casi el miedo— de que el hombre se olvide de quien es. Sería la crisis mayor de nuestro tiempo: que se nos perdiera el perfil y la figura, que se nos olvidara el qué, el por qué y el para qué del hombre; que afanados, en fin, en la práctica de mil quehaceres, perdiéramos definitivamente nuestra teoría. ¿Es que se puede ser hombre renunciando de antemano a una doctrina del hombre? Pero el hombre elaboró siempre ideas, como la abeja elaboró siempre la miel. Mala cosa, pues, que ahora abunden los que renuncian al pensamiento dejando así a la inteligencia vacante. O empleando a la inteligencia exclusivamente en oficios subalternos. Mala cosa que se le diga a la metafísica ¡basta!, al mismo tiempo que se azuzan y espolean todos los corceles del instinto...
Y precisamente por esto, hay que buscar «paisajes para la esperanza». Este mundo que es muy bueno —lo sabemos todos, no hace falta que nos lo recuerden los señores del progresismo—, este mundo que es muy bueno porque lo ha creado Dios, se parece, sin embargo, a esos lugares tan explotados por el futurismo que ya, a fuerza de urbanizaciones, empiezan a escasear alarmantemente en árboles. Tanta bandera estamos clavando con nuestras conquistas en nuestro mundo civilizado que ya nos tapan las banderas; y el gratuito y gozoso bis a bis del hombre con el hombre se hace imposible.
Hace poco, me decía en Ubeda un ilustre visitante:
—Desde Úbeda se puede mirar lo de cerca y lo de lejos. ¡Ah! Y se puede mirar en todas direcciones. Aquí hay paisaje para la esperanza.
—¿Qué es un paisaje para la esperanza? —le pregunté.
—Es como un sitio donde persiste la ilusión de poder encontrarnos a nosotros mismos.
—Pero Úbeda tiene muchos años de edad. ¿No se dice ahora que la vejez...?
No me dejó terminar:
—Una ciudad que sabe ser antigua es ya por el mismo hecho, una ciudad atenta a la modernidad, bien entendido que modernidad y «última hora» son conceptos opuestos. La «última moda» puede venir de Nepal, de Argelia o de la República de Ghana. Pero la modernidad es cosa más bien de la vieja Francia, de la vieja España o del viejo Japón...
Estuvimos en la plaza de Vázquez de Molina. Entonces mi interlocutor me añadió:
—No se trata de decir que Úbeda vaya a vivir de sus monumentos y de su historia. Eso sería una vil explotación de sí misma, eso sería casi una prostitución; y eso es lo que hacen las ciudades turísticas que nada más quieren ser ciudades turísticas, y ciudades turísticas a ultranza. No es eso. Úbeda necesita bastantes cosas que no puede encontrar en su pasado. Sin embargo, ¡y esto sí que es importante!, un ubetense, o un visitante de Úbeda, que se sitúa ante la perspectiva de estas bellezas que plasman sus monumentos, empieza a sentir en seguida que el espíritu puede ser el niño perdido y hallado. En Úbeda, los largos horizontes dejan sitio al espíritu. Desde Úbeda hay excelentes miradores para volver a ver al hombre. En ciudades como ésta, el hombre recobra su instinto de elaborar pensamientos.
Dejamos luego la plaza de Vázquez de Molina y nos trasladamos a la de Toledo. Mi amigo oyó nueve campanadas en la alta torre del reloj municipal. Pasaban unas jóvenes bellas. Les reía dentro la juventud. Mi amigo añadió:
—También aquí hay sitio para que las muchachas rían mejor.
—Se quejan de que se divierten poco aquí; de que no hay lugares de esparcimiento para...
—Eso es puro anecdotario. ¿No crees que la alegría es algo que se lleva dentro y que la diversión es nada más la tangente de la alegría? No es Úbeda un pueblo. Es una ciudad, pero a la medida. A la medida del hombre. Entonces, París bien vale una misa. Y bien vale Úbeda un ocasional aburrimiento. Pero, ¿qué es un aburrimiento? Nada. El aburrimiento —escribía Jules Renard— es una ofensa que se hace uno a sí mismo. El verdadero aburrimiento, como la verdadera soledad, es más de Chicago que de Toledo...
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