|
El mundo del recuerdo, reflejo del mundo del conocimiento, es bastante limitado. Recordar, en cierto modo, es recortar. Antes de conocer algo, la imaginación vaga, sin rienda, en el campo ancho de la fantasía... Cuando llegamos a conocer ese algo que antes sólo presentíamos, hay que recortar por donde marca la «línea de puntos» de la realidad. Y esto, ¿no es ya una esclavitud?
Yo no conozco a Mengíbar; no tengo recuerdos de Mengíbar, esto es, no dispongo de recortes... Por eso, me advierto absolutamente libre para escribir de la bella ciudad del Guadalquivir... Tengo una Mengíbar virgen, en la imaginación.
Por lo pronto, si se expendientara la belleza de un pueblo como se tramita un... asunto cualquiera, Mengíbar contaría a prior i, en su haber, con un «documento» valiosísimo: el río. Una ciudad junto al río, sea cual sea, dispone ya de una «legítima» de belleza que nadie puede arrebatarle. El río es una premisa de lirismo que, como de la mano, arrastra consigo otras calidades de valoración poética. Si hay río, ¿no hay árboles? Yo imagino a Mengíbar con su limpia, blanda, vegetal verdura junto al río... Una alameda es, siempre, una sonrisa tierna de la Naturaleza, una impregnación sensitiva de la madre tierra. Lejos del río, la orografía se encrespa, se pone fosca, hirsuta... Las ciudades sin río son, un poco, ciudades sin amor. Mirarse en otros ojos es, para el enamorado, el compendio de la felicidad. ¡Ah, esas ciudades sin río, esas ciudades sin espejo en que verter, suavemente, el temblor íntimo! El barro frágil de que estamos hechos, descansa junto al río. A los «juncos pensativos», que dijo Blas Pascal, les corea también la brisa alada que pone estremecimientos trémulos en las hojas de la arboleda... Nuestra vida, lejos del río —lejos del amor— se mineraliza...
El Guadalquivir, ya mozo, llega a Mengíbar. A la Mengíbar blanca como una primera novia. Antes, el Guadalquivir ha jugueteado entre breñas, hoces, olivares... Mengíbar, en un recodo de la Geografía, es para el río, como aquella mujercita, niña, inmadura, de nuestros sueños de bachillerato. Luego, cada novia del Guadalquivir va siendo más mujer: Andújar... ¡Córdoba!... ¡¡Sevilla!!
Y, por dentro, en sus calles, en sus plazas, yo me imagino a Mengíbar, un pueblecito. Un pueblecito; pero jamás un pueblacho... No es lo mismo. Los pueblachos tienen la morfología desgarbada de lo inarmónico, de lo discordante. Los poblachos son polvorientos, astrosos, con un rencor de siglos podrido en su fisonomía. En cambio, los pueblecitos sonríen... Tienen el semblante retrechero de una alegría, de un candor siempre renovado.
En cuanto a las gentes de Mengíbar... Aquí sí dispongo ya de un «recorte»... Conozco a Juanito Herrera, mi gran amigo. Por lo visto..., las gentes de Mengíbar equilibran en justa dosis la inteligencia, la finura y la generosidad.
En fin, no sé si al escribir sobre Mengíbar, me he salido por los cerros de Ubeda... Perdón.
|