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ZABALETA EN SU MUSEO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 23 de febrero de 1966

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Quesada es un pueblo hondo de la geografía de Jaén. No es un pueblo fácil. Y, ¿qué es un pueblo fácil? Creo que siempre parece fácil lo que uno ya se sabía... Hay, en cambio, hombres, cosas, paisajes que añaden en todo caso algo a lo ya aprendido de ellos. En fin, he estado por segunda vez en Quesada. La primera fue para visitar en vida a Zabaleta, el pintor de esta tierra tan indefinible y tan contradictoria. Ahora, al volver, ya no estaba Zaba­leta, pero he visto su museo. El «Museo Zabaleta» traduce tan maravillosamente al pintor que produce la impresión, después de visto, de haberse establecido un coloquio con el autor de los cuadros. Al fin y al cabo, Zabaleta era de esas personas que todo lo que tienen que decir lo dicen en su obra. Yo, por ejemplo, he conocido al pintor mucho mejor en esta segunda visita a Quesada, a seis años de su muerte.

Cuando fui a verle en vida me llamaron la atención los gatos que en la casa de Zabaleta pululaban por todas partes. Enigmáticos gatos lucios y displicentes en el descenso de la escalera, en el portal, en la salida y hasta en la misma habitación-estudio del artista. Le pregunté si significaban algo en su obra y me respondió que nada; que estaban allí por afición del «ama» que dirigía los menesteres domésticos de la casa. Zabaleta, soltero y solitario, no era muy conversador, pero recar­gaba vivaz el acento de cada palabra. Sus breves frases, como los campesinos de sus óleos, tenían un perfil rotun­do. En ocasiones, despachaba las respuestas con monosí­labos. Contestaba siempre menos que más, pero el sí y el no jamás se prestaban al equívoco. ¿No ha escrito Luis Rosales que en la pintura de Zabaleta no hay sino «dis­tancia interior» y que no existe en ella más espacio que el ocupado por los objeto, puro «espacio pictórico»? Así, exactamente, era su conversación, apenas sin perspectiva, sin atmósfera. No hubiera servido para pronunciar dis­cursos porque le pesaban los conceptos; le gravitaban tanto, que tenía que dedicar su esfuerzo para sostenerlos, impotente para tender y enhebrar guirnaldas arguménta­les. En él «la naranja —anota el mismo Rosales— nos dice solamente su redondez y justifica su perfección». Realmente, los cuadros de Zabaleta están llenos de cosas separadas; separadas e insolidarias. No aparece el tema capaz de unanimizar en una misma onda emotiva a sus protagonistas, inmersos uno a uno —hombres o mujeres, árboles o pájaros— en su ensimismamiento. Como en la coplilla:

Antón, Antón, Antón pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego...

Pues bien, Zabaleta que ceñía la individualidad de las cosas cuando pintaba, que pensaba más con conceptos que con relaciones, está presente, asombrosamente pre­sente, en este Museo de Quesada, hecho realidad gracias al dinamismo de un alcalde poeta —Antonio Navarrete— y a la generosidad de los herederos del pintor. Viendo la obra expuesta, yo he querido intuir aspectos del alma del artista apenas revelados en su vida de soltero solitario, habitante de una honda, espaciosa casona poblada de gatos enigmáticos. (Porque la afición a los gatos, ¿era del «ama», como contaba Zabaleta, o era suya, de él mis­mo...?)

Esta colección de óleos, dibujos y acuarelas parece una antología de vivencias solidificadas, repentinamente sorprendidas por la helada. De ahí la inmovilidad dramá­tica, en ocasiones casi trágica, de unas figuras —segado­res, cómicos romeros— cuya mirada fija en el vacío se evade de la circunstancia en patente voluntad de ausen­cia. Existen en el Museo cuadros de tema estival, incluso tropical, que, sin embargo, producen frío. Hasta ciertas insinuaciones lascivas, tratadas por la paleta del pintor se aquietan en témpanos infinitamente alejados del fuego. Y eso, a despecho de un intenso colorismo que resulta más estudiado que ferviente.

¿Late un «réquiem» en la pintura de Zabaleta? ¿Un «réquiem» por el fuego? A través de sus cuadros imagino a Zabaleta como un viudo de su propio ardor, que renun­ció a nuevas nupcias. Pienso si Zabaleta quiso pintar, una y otra vez, el desengaño. Y, por un instante, sospecho que late aquí un germen de ascetismo. Pero es que el ascetismo... ¡también es fuego! Y también sonríe. Y Zaba­leta pertenece a ésa clase de pintores que nunca pintan la sonrisa.