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CAZORLA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 20 de septiembre de 1963

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Donde nace el Guadalquivir.

Pasada Ubeda, carretera adelante, no cesan los olivos. También por aquí anduvo Antonio Machado:

A dos leguas de Ubeda, la Torre
de Pero Gil, bajo este sol de fuego...


La sierra al fondo. En su estribación, el caserío de Cazorla se muestra a lo lejos como una mancha alargada y blanca; da la impresión de que está clavado con chinchetas al telón violáceo de las vertientes. Pero antes el campo se amansa en lomas y más lomas. Reincidente tobogán geográfico. Quiebra el ocaso frenéticos oros en las cumbres: «Montañas de sol y piedra». Ruedan de las cimas colores como músicas, y los verdes adensan una fragancia que se hace quietud, y luego sabor, y luego tacto. ¿Cuándo llegamos? El pueblo se esconde justamente cuando su proximidad nos lo hacía inminente: enseña sólo el castillo —el castillo de la Yedra— sobre un muñón de brava geología; coquetea tras el último ribazo cuajado de olivos. Pero la carretera serpentea, da un rodeo y apa­recen las primeras casas.

Sorprende el paisaje por su ordenación de planos y perspectivas. Hay paisajes que parecen nada más «ensa­yos»; éste ha salido obra perfecta, como si Dios mismo, pasado el séptimo día, lo hubiese retocado. Cazorla, res­paldada por la sierra, prologa sus encantos; no es un pueblo derramado, es una ciudad recogida. La Peña de los Halcones, que la cobija, semeja un frontón. ¿Frontón para la ira del viento? Nadie ha visto una espalda de sie­rra más robusta, más rotunda. Es que la Naturaleza se planta ante Cazorla de manera inexorable. Desde todas sus calles y plazas se ve el gesto titánico de la Peña. Y, ¿no se adivina, como una fuerza latente, el vigor que se esconde detrás, en el centro último del corazón serrano? La roca duerme su sueño mineral y, sin embargo, pocas veces dará la Naturaleza una sensación de menos yerta. Uno se acuerda de Schelling. La montaña se conoce mon­taña, y el árbol se da cuenta del árbol. ¿De verdad, se dan cuenta? ¿Es espíritu en devenir la Naturaleza? Dispara­tada generosidad romántica. Nos acordamos de Schelling, pero tenemos al lado quien nos invita a mirar, únicamente a mirar. Hay que elegir sensaciones porque las impresio­nes plurales del paisaje se confunden; se atrepellan unas con otras las bellezas. ¿Decíamos del filósofo? No pudo gozar estas tierras y, sin embargo, ellas hubieran inspi­rado su atisbo loco de la conciencia del paisaje; aquí hubiera visto comunicarse a los pinos con las águilas; aquí se hubiera conmovido ante el patetismo ciego de los barrancos, ante el drama sinfónico de los riscos implo rantes... Pero a nuestro lado está quien nos guía la emo ción. Hacemos aterrizar a la fantasía:

—¿Decía usted?

—La Naturaleza puso escuela en Cazorla.

—¿Muchos alumnos de las flores, de la tierra y del viento?

—Nadie puede ignorar, en estos parajes, al cielo, a la roca, a la fuente, al árbol Basta mirar.

—Cierto. ¡Para mirar, Cazorla!

Mirar, pero..., ¿con qué orden? ¿Dónde primero? Trasciende la presencia avasallante de la sierra. Pero el pueblo está clavado precisamente en su frontera. Un campo de transición rivaliza, enfrente, con la descomu­nal, agreste, belleza. Huertas, viñedos, cerezos y... ermi­tas. Diminutas ermitas donde Dios insinúa sus embosca­das. Cada cerro lleva el nombre de un santo (ah, por aquí estuvo San Isicio, el Varón apostólico, y la «nómina» del pueblo paga al remoto obispo un almojarifazgo anual de Isicios. Y casi no es posible llamarse Isicio sin haber naci­do en Cazorla).

Así es que, para la mirada, sobran encantos y faltan ojos. Quizá el más estupendo bocado turístico es la sierra. Selecciona «incunables» de ediciones botánicas y zooló­gicas a extinguir. Los naturalistas lo saben. La sierra de Cazorla es una insuperable recopilación antológica para el estudio de las especies. Pero si no se es naturalista, ¿acaso habrá quien se libre de ser poeta? Fiesta con can­ción de agua. Tampoco como en Cazorla se ve tropezar en ninguna parte con tanta gracia al agua. En el río el agua se viste de largo, pero en Cazorla es su tiempo de recreo. Los arroyos tienen esa libertad; no les regaña el dueño, nadie les dice: Por aquí. Bien saben ellos el camino. Aquí el destino tiene nombre iluminado; se llama Guadal­quivir!

Ahora hemos atravesado unas calles, una plaza —la Corredera— que es agora de las gentes sin dejar de ser «casino» de las lilas y de las brisas (también de las risas). Y hemos descendido por un declive urbano al balcón natural que llaman de «Las Herrerías». Como torna el gulusmeo de los ojos, vuelven el despiste. O... el éxtasis.

—¿Decía usted?

—¡El Castillo!

Claro; el castillo, como una ofrenda; quién sabe si como una reacción ante tanta naturaleza; quién sabe si como una réplica de la Historia a la Geografía. Porque Cazorla, a pesar de su ambiente, no tiene nada de roussoniana. Es culturalista. Nos enteramos en seguida de su pasado glorioso. Casi tan orgullosos como de su paisaje, están los cazorleños de su pasado. Estas son las tierras del «Adelantamiento». La ciudad andaba en pleito cuando el proceso del arzobispo Carranza; tenía su historia par­ticular, sus preferencias, que quiso mediatizar el secre­tario Cobos, hombre influyente y rico. Cazorla tenía su geografía en Jaén, pero vinculaba su gloria a Toledo. Los arzobispos la reclamaban como una joya más de la iglesia primada. ¿Qué agregó siempre Cazorla a su naturaleza? Agregó su afán, su voluntad, su política, sus hombres. No lo hubiera entendido Rousseau. La pedagogía de la Natu­raleza no implica sumisión total a la Naturaleza. Desde el balcón de las «Herrerías», el Castillo de la Yedra dice esfuerzo, «ascesis», heroísmo. Es el lenguaje de todos los castillos, y éste no es excepción.

—¿Decía usted?

—El Castillo jubilado asume muchas páginas de oro. No es Cazorla menos feraz que el espacio, el tiempo.

Sí. El Castillo, en el paisaje, toma la palabra. Palabra de gesta que supera la eterna dialéctica del grito frente al rito. ¿Grita encrespada, romántica, la orografía conmovi­da de espasmos? ¿Callan los hombres sumidos en sus cos­tumbres inertes, en sus liturgias quietas? Pues ahí está el Castillo disciplinando emociones y ordenando acción.

Perdóname, hombre de la gran ciudad; sabes muy poco de ella. Nunca la has visto entera. En ningún mo­mento su perfil se te ha ofrecido recortado y nítido en un fondo de montaña, como el de Cazorla. Ni conoces su frontera. Ni sabes dónde empieza, dónde acaba. Dice Picard que hay que conocer siempre la imagen de las cosas, que hay que saber su dibujo. Si no, nos perdemos entre ellas. Uno cree que los hombres que viven en pue­blos, como Cazorla, tienen una seguridad: están capaci­tados para manejar las imágenes de las cosas. Por lo pronto, disponen de la intuición de la geografía y de la historia. Para situarnos, para encontrar nuestra auténtica longitud y nuestra verdadera latitud espiritual, ¿no será necesario de vez en cuando apelar a las coordenadas de paisaje y tiempo? La Geografía y la Historia, si no son vivencias, ¿qué son? ¿Asignaturas?

En estos pueblos con perfil definido, sin colosalismos; en estos pueblos que se ven enteros desde la carretera, la vida cobra una profundidad. No basta la Civilización. La Civilización, al fin y al cabo, es una planificación... En los pueblos ricos de geografía e historia es más fácil al espí­ritu encontrar agua propia, agua de su pozo. El paisaje —sea paisaje de espacio o paisaje de tiempo— muestra inusitados horizontes a la vista. Pero lo bueno es que, mirando perspectivas así, al mirar luego uno dentro de sí mismo se encuentra enriquecido: descubre ignoradas u olvidadas provincias interiores. Provincias del alma, sobre cuya tectonia más o menos lírica los afanes vuel­ven a parecerse a la torre de la iglesia o a la torre del cas­tillo. Afanes insólitos que no tienen semejanza alguna con el planificado y despersonalizado afán nuestro de cada día.