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La celebración del Año Internacional de Arquitectura coloca a Úbeda —ya es sabido— en el candelero, al haber sido declarada, junto con otras ciudades, «realización ejemplar». No es tardío este oficial «reconocimiento» de Úbeda. Viene a tiempo. La verdad es que Úbeda jamás tuvo prisa. Consciente de sus méritos, nunca adoptó actitudes nerviosas o impacientes de primeriza en esa especie de concursos de belleza entre ciudades que se organizan de vez en cuando. La fama que ya tiene este pueblo no le cae como un premio de lotería. Y ahora su nueva titulación no le sirve —claro está— para el pavoneo. Pero sí es un motivo de responsabilización mayor.
Quiero decir que es tiempo de pensar que la «proclamación europea» de Úbeda (porque a eso equivale la distinción de que la UNESCO la ha hecho objeto) obliga mucho a quienes somos de aquí, de la ciudad, a los que aquí vivimos y actuamos. No basta el simple regodeo contemplativo, más o menos narcisista, al estilo de aquel «Me cachis, qué guapo soy» del personaje de comedia de los años veinte... «Vaya, vaya, con mi pueblo, y qué estupendísimo es». Podría ser la natural reacción, a lo autobombo, de los naturales de Ubeda. Pero impropia y, desde luego, insuficiente.
Entonces hay que seguir ajustando el modo personal de los ubetenses al modo de Úbeda; hay que ir a la corrección de estilo individual en cada uno, a la vista de que nuestro pueblo es lo que es. Por propia estimaeión. Y que a una ciudad no la forman sólo su fisonomía artística, o su urbanización, o su historia, o su belleza monumental. Una ciudad es todo eso; pero, además, sus gentes. La ciudad, es cierto, imprime un sello a sus hombres —yo estoy seguro, por ejemplo, de que de haber nacido en Palafrugell o en Manacor sería distinto de lo que soy habiendo nacido en Úbeda—; la ciudad, sea cual fuere, modela un tanto el carácter de sus hombres, pero luego cabe, es posible, que, de rechazo, los hombres devuelvan la pelota a la ciudad y también, con su conducta, con su talante, continúen haciéndola. O rehaciéndola. O cambiándola. O... destruyéndola. Según y cómo. Porque, ¿quién fue antes, Roma o los romanos? Un historiador —no recuerdo ahora si Mommsen— pensaba que una «élite», un grupo selecto, pone los cimientos de Roma, dándole fuerza, calor y norma; que luego Roma —ya hecha— propaga su onda y conforma en la historia el modo de los romanos... Pero que, por último, los romanos, ya demasiado numerosos, ya sofisticados, ya descentrados y decadentes, echan a perder a Roma. Es por eso que no hay que cantar victoria y que debe siempre estarse sobre aviso. La ciudad y el hombre que la habita, en constante y mutua influencia se interfieren. Y este juego que no cesa, este cambio, estas recíprocas modificaciones nunca se sabe quizás en qué y a dónde van a parar.
El caso es que hay muchas maneras, muchos modos de alcanzar una calidad o una excelencia. Cada individuo tiene su «dharma», decía Ortega y Gasset, apelando a un término de filosofía india. Si cada hombre tiene su específica manera de conseguir un estilo, también lo tiene cada pueblo como pueblo. Y, entonces, lo ideal es que pueblo y hombre se compenetren. Y así dura la ciudad
más —dura más el pueblo— y dura más el hombre. Creen ahora muy conspicuos españoles que gran parte de los españoles comienzan a no pensar y a no sentir en español y que ello acarreará muy sensibles males que ya casi se están palpando, tocando. No es ésta ahora la cuestión. En el presente artículo, vamos a ser más modestos. ¿Puede llegar el día en que el carácter de Úbeda, ciudad, vaya por un lado y el de los ubenteses por otro?
Creo que es lo que hay que evitar en nuestro momento. Úbeda es ciudad que tiene tipo, forma, fondo y proyecto. Está formada. De tal manera que no puede confundírsela ya con otro pueblo cualquiera. El ubetense, por lo general, lo sabe, es consciente de ello y, así, se hace y rehace mirando a Úbeda y mirándose en ella. Por eso, cuesta en Úbeda mucho trabajo introducir novedades no garantizadas. Pero como cualquier evolución, encantados con lo que fuimos y con lo que somos, un equilibrio es preciso.
Claro que ese equilibrio —con su demanda de serenidad a todo trance— lo induce la fisonomía renaciente de sus mismos monumentos. Se contempla —por ejemplo— la fachada del Palacio de las Cadenas (teorema casi cartesiano de armonías) y el contemplador entiende que se puede y que se debe ser apasionado, apasionado de una ideología, de un tiempo, de un estilo, de una tradición o de una... revolución; pero siempre dentro de una ordenación y de una Norma. Con coordenadas.
—Ubeda, ubetenses, está ahí, como modelo, declarada «realización ejemplar». A lo que nos obliga Úbeda es a hacer coincidir hasta donde sea posible nuestra manera con la suya: es difícil —es dificilísimo en este tiempo la serenidad que nos acerque a su santo y seña—; es difícil, pero vale, vaya si vale.
Y digo «vale» no porque la palabra está de moda, sino por lo de «valores». Ya que de lo que estoy casi seguro es de que el ubetense «de nativitate», manifiesta una idoneidad para los juicios de valor. Hay pueblos más pragmáticos que están más capacitados ante el «hecho» y para el «hecho». Sí, pero educados por la plaza de Vázquez de Molina, los ubetenses no tienen perdón si algún día no llegasen a distinguir entre la belleza y la fealdad, entre la gracia y la chocarrería, entre lo alto y lo vil..., entre el bien y el mal. Úbeda obliga. Obliga a entender de valores. Y a promulgarlos cuando sea preciso, por encima de los hechos. Aunque sean hechos consumados.
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