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Úbeda es serena, Ubeda aquieta. Es verdad lo de Úbeda para el reposo. Para el reposo espiritual. Pero, atención, el reposo que trae Ubeda al contemplador llena su alma de inquietudes. Precisamente de inquietudes. No, por Dios; no se descansa en Úbeda como se descansa en una hamaca. No puede uno dormirse en Úbeda. Lo que sucede es que las inquietudes y las desazones espirituales que despierta este pueblo son en cierto modo insólitas. Son distintas. Se galvanizan en la plaza de Vázquez de Molina ideas y sentimientos que, para muchos de nosotros, hombres de vida ajetreada y llena de afanes materiales, parecían fósiles. Por ejemplo, uno en Úbeda revitaliza una religiosidad amenazada, casi sepultada entre escombros. En Úbeda se piensa que la Metafísica tiene aún sentido y que la Poesía está constituida por algo más que por los versos sin poesía y la poesía sin versos que ahora se lleva. En Úbeda uno torna a pensar en que el Arte tiene tuétano de belleza, cuando circulan por ahí esas corrientes de «terrorismo intelectual» empeñadas en convencer de que no hay cultura si no se hace explotar con dinamita a la Cultura. Sí, sí, Úbeda serena. Pero, cuando se tiene espíritu, se sale de Úbeda lleno de inconformismo y de protesta contra el ambiente nihilista, abdicacionista que quiere ahora apoderarse de las posiciones clave del pensamiento contemporáneo. No es que en Úbeda adormezca el opio de un pasadismo. Es que aquí se levanta el espíritu aupado. Aupado no por el día que hoy ha amanecido, sino por los innumerables días que amanecieron y por los innumerables días que amanecerán. Aquí hay perspectiva. Por eso, al macho vacío Úbeda puede producirle abulia. Pero al hombre —al hombre que se sabe hombre con todo el drama que este saber entraña— Úbeda no le sugiere sino coraje. El antiguo coraje que se puso a dormir, con sueño y sin ensueño, una siesta sin esperanza.
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