Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

ESPERA Y ESPERANZA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 13 de marzo de 1974

Volver

        

Lo que hace difícil a la vida es que tenemos muchas esperas y muy poca esperanza. La espera —de bienes y de males— pone en zozobra continua a la existencia de cada uno. Es que estamos rodeados de ilusiones y de temores de menor cuantía. Cada día, al levantarnos, llevamos a la jornada innumerables proyectos forrados —por así decirlo— de incontables ansias. Queremos mil pequeñas cosas: de ellas, unas se frustan; otras no. Pero to­das exigen una espera. El reloj marca nuestras esperas. Las hay agradables y las hay horribles. «Diez minutos faltan», «un cuarto de hora falta», «dos horas faltan», son frases que repeti­mos continuamente. Los minutos que «faltan» para algo son, en cualquier caso, minutos que estorban, que quisiéramos hacer desaparecer. Si lo que se aguarda es amable, las esperas ator­mentan. También de lo que tememos quisiéramos salir cuanto antes. Nunca dejamos al tiempo transcurrir sereno. Desea­ríamos forzarlo, acomodarlo al ritmo de nuestra impaciencia. El enamorado que espera el día de mañana y la hora de ver al objeto de sus suspiros —aunque de esto va habiendo menos—; el enfermo que desea y teme el resultado de sus análisis; el faná­tico que aguarda desde el lunes al domingo el comienzo del par­tido de fútbol; el niño que se desazona media hora antes de la salida de la escuela; el deudor o el acreedor ante el plazo para el pago o el cobro..., no se sienten instalados de verdad, no se ad­vierten tranquilos, viven en situación de radical incomodidad. Si esperásemos menos cosas, el tiempo nos resultaría a la medida y la presencia de cada suceso nos llenaría con su inmediatez y la contemplación sería posible. Y gozo y dolor nos llegarían en su momento y darían a nuestras vivencias una medida exacta, sin interferencias de fatuos miedos o júbilos, pendientes de un futuro que, en realidad, ignoramos. Las esperas nos comen la actividad del instante, nos alejan de nuestro centro, nos enaje­nan. Quien espera se desespera. Y ¿quién no espera?

Es que no sabemos neutralizar las esperas agobiantes con la ancha y serena Esperanza. O es que hemos desmenuzado la virtud de sabernos abocados a un gran destino (que eso es la teologal Esperanza), troceando la verdad hasta hacer de ella una nerviosa y zigzagueante pulsación arrítmica de afanes anár­quicos. Nos tenemos por hombres inquietos porque, de acá para allá, buscamos en la meca de lo que nos falta en la ceca y volvemos a la ceca defraudados de la meca. Nos movemos y nos cansamos deseando cosas o sucesos a los que concedemos arbi­trariamente un valor. Luego vemos que el suceso o la cosa llegan sin darnos lo que le pedíamos. Entonces inauguramos la nueva espera. Cada espera, una escalera, ¿hacia qué y hacia dónde? Kafka idearía a este propósito un cuento atroz. Subimos y subimos escaleras —subimos esperas— en una ram­pa ascendente, interminable, sin que ninguna puerta se nos abra. Y lo esperamos todo en cada espera sin desengañarnos ja­más. Y el peldaño anterior inevitablemente desaparece. Y no es posible bajar. La única opción es, sin remedio, la nueva espera, la futura escalera.

Pero si tuviéramos Esperanza, ensancharíamos los alvéolos del alma. Y entraría aire fresco para que nuestras esperas fatiga­das descansasen. Si tuviésemos Esperanza, todo sería más plá­cido, más fecundo. No nos ahogaría el aire viciado por la propia respiración de unos afanes repetidos, tercos, dolorosos. La Esperanza es atmósfera sana, sin contaminación posible. Si cambiásemos por la plata de la Esperanza toda la calderilla oxi­dada de nuestras esperas, se nos afianzaría dentro el hombre que cada uno quiere ser. Ciertamente el hombre renuncia a su auténtica talla, se encorva, se achica, inclina la cerviz en sus es­peras minúsculas de cada hora. ¿Qué espera usted de este día que amanece? ¿Dinero? ¿Placer? ¿Poder? ¿Felicidad? No lo di­simulemos, no lo neguemos. Nuestras ansiosas esperas están matándonos, están desviviéndonos. Nos sorben el íntimo jugo vital. Sustituyen la Paz con la calma pequeña de un minuto. Relegan la dicha de alto velamen por el gozo o la satisfacción al nivel de la carne y de la sangre. Y siempre que obramos así nuestra talla sufre y la dignidad humana se empequeñece. Es la Esperanza lo que da vigor y brío al espíritu. En ella y por ella nos «situamos» haciéndonos cargo de la perspectiva genuina del mundo. Proyectamos en la Esperanza lo secreto del corazón y de la mente, dando dimensión generosa a la línea vacilante de una vida que no atinaba con su trazado.

La Esperanza unifica el haz disperso de inútiles forcejeos, de desesperantes esperas. La Esperanza borra la fronteras efí­meras de nuestros transitorios estados de ánimo, casi supri­miendo las demarcaciones del placer y del dolor, orientando nuestras errátiles vivencias en una madura vocación hacia el Bien. Pero la Esperanza no es impaciencia, sino larga, ancha y profunda paciencia. No es desazón, sino sazonada quietud. No soplan vientos contrarios en la Esperanza, ni caben en ella los naufragios a que conducen nuestras desaladas esperas. Es la Es­peranza gracia y sal de la existencia. Por eso exige un largo aprendizaje, una constante afición y fuerza de ánimo.
Pienso que la Cuaresma es el clima para la Esperanza. Ahora bien; no puede hablarse de la Esperanza como de algo equívoco, sin objetivo concreto. No se trata de esperar de un futuro, a largo o corto plazo, las soluciones radicales de este o el otro conflicto histórico, porque como escribe Danielou, lo esencial de la Esperanza está en el Cristo crucificado y re­sucitado y «nada esencial va a aportar en este sentido el porve­nir». Tampoco hay que achicar la Esperanza pidiéndole que nos quite el dolor o la desazón de ahora mismo. Eso ya no es Espe­ranza, eso vuelve a ser espera nada más. Eso no conforta, eso duele. Un personaje de Sartre, en «Los muertos sin sepultura», le dice a otro que pugna por quitarse de sus manos las esposas: «No, no esperes romperlas; la esperanza hace daño». Ahí ra­dica precisamente una radical discriminación del Cristianismo. El Cristianismo sabe que las esperas hacen daño y que la Espe­ranza cura. El existencialismo sartriano confunde a la espera con la esperanza. Y se pierde en el tobogán sin límite de las es­caleras que no se terminan y que no llevan a ninguna parte.