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LAS CRISIS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 26 de octubre de 1972

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Cuando yo era niño la palabra «crisis» se aplicaba casi ex­clusivamente a los Gobiernos y a las pulmonías. Estas hacían crisis a los siete días después de declaradas y los enfermos, en­tonces, o se morían o iniciaban su «franca mejoría». En cuanto a los Gobiernos, la «crisis» —volcado el ministerio de turno por una situación parlamentaria adversa— llevaba anejo el espec­táculo de las «consultas». Llamados por el Jefe del Estado —rey o presidente de la República— desfilaban por palacio las personalidades políticas más destacadas de la nación y cada uno hacía sus declaraciones a los periodistas a la salida. Subsiste este uso en los países de régimen democrático, sobre todo en Italia, donde los Gobiernos suelen estar en situación de crisis la mitad aproximadamente de su vida. En cuanto a las pulmonías, desde el invento de los antibióticos acá, carecen ya de aquellos tre­mendos días críticos. Casi todas se resuelven sin drama y a veces con menos complicaciones —como todo el mundo sabe— que los catarros.

Pero ahora las crisis, en un mundo caracterizado por su inestabilidad, están a la orden del día en todos y en cada uno de los aspectos de la existencia. La palabra salta a cada instante, cualquiera que sea el tema de una conversación, de un libro, de un discurso, de un artículo de periódico. ¿Conocen ustedes algo, ahora, que no esté en crisis? Si se ha pasado la tarde traba­jando habrá comprobado que en la parcela de su actividad todo o algo se cuartea: en el campo, en la economía, en la industria, en la productividad, en el comercio, en la política, en la en­señanza. Pero es que si usted (para hacer un paréntesis) ha deci­dido divertirse un rato o unas horas, en seguida, a su alrededor, suena igualmente la palabra impregnada de las mil adherencias del descontento. ¡Pobre cine! Está en crsisis. ¡ Ay, del «planeta de los toros»! Esto se acaba. En cuanto al fútbol, ¿cómo vamos a superar la situación? Lea el periódico. La primera pregunta que se hace siempre a un hombre célebre es si la literatura está en crisis, si se dedica a escribirr; si está en crisis el teatro, si es actor o autor; si está en crisis la familia, si se trata de un mora­lista o de un padre de familia numerosa. De crisis religiosa hablan los sacerdotes, de crisis de la ciencia los científicos, de crisis metafísica los filósofos y... de crisis depresiva, usted, yo cualquiera en una de las «horas bajas» que a todo el mundo acometen.

Parece claro que bastantes de estas crisis, declaradas, pero­radas, llevan mucho cuento dentro. Mucha de la pomposa pro­blemática actual cuando se la mira detenidamente, cuando se le buscan las' tripas, ¿no recuerda el «parto de los montes»? Porque hay muchos profesionales de la problemática, empeña­dos en sacar punta afilada e hiriente a múltiples sucesos coti­dianos que carecen de importancia. Y hay mil cosas que se re­suelven solas, pero una legión de problematizadores se empe­ñan en que no. Por ejemplo, hace unos días ha caído en mis ma­nos el libro de un pedagogo. El libro se titula aproximadamente así: «Problemática que plantea el aprendizaje de la lectura a las luces del estructuralismo». Y yo he pensado: Pero, hombre, si siempre, antes o después, los niños aprenden a leer, y la proble­mática se reducía al trabajo del maestro y al talento del chiqui­llo. Pero no me hagan ustedes caso. Actualmente son numero­sísimos los adeptos a la problemática del estructuralismo. Si se empeñan en demostrarle algún día que el estructuralismo es in­dispensable, no ya para el estudio comparado de las literaturas, sino también para la organización de su excursión dominical o para la sistematización de su aperitivo, yo le aseguro que usted entra por el aro. Ya que el apostolado estructural como antaño el apostolado cristiano, se preocupa de todas las vertientes de su actividad y de los rincones todos de sus ideas.

Cierto que se predicen crisis que no lo son y que vivimos un tiempo en que se presume de ellas, y que hay quien las ostenta como sortijas deslumbrantes para llamar la atención. Sin em­bargo, ¿cómo negar que, en sus cimientos, nuestra Cultura, nuestros usos, nuestras ideas, nuestros supuestos éticos se tam­balean? Y esto sí que es verdaderamente grave. No es preocu­pante que un cantante, un torero o un futbolista se lamenten de los problemas más o menos artificiales de su reducido —pero bien voceado— mundo. Sí lo son, en cambio; sí son para cons­ternar, las «crisis» que «sotto voce», en libros no publicitarios, vaticinan los hombres de pensamiento, con respecto al futuro de una Humanidad que tiende a desustanciarse, a vaciarse de sí misma. Husserl ha escrito de la «crisis de la Ciencia como expre­sión de la crisis radical de la vida de la humanidad». Es que nos fallan todas las teorías que han servido de cimiento a nuestra ci­vilización, al tiempo que se abren posibilidades asombrosas a la técnica, a la Cibernética. Falla desde Plank el «continuismo fí­sico». Falla desde Heissemberg el principio de determinación. Falla desde Einstein la concepción clásica del espacio. Diríase que el suelo de la Ciencia se volatiza, pero que quedan rodeán­donos —y quizás ahogándonos y deshumanizándonos— todas las aplicaciones técnicas de unos principios que parecían eternos. Es decir, huyen las leyes que presidieron la creación de la máquina y queda la máquina, pólipo inmenso capaz (?) de suplantarnos.

Peor aún que las crisis, remontando la Ciencia, ataquen los subcielos y los cielos metafísicos. ¿Se tambalean las leyes físi­cas? Peor si se tambalean los conceptos. ¿Periclita Newton? Pa­rece más irremediable que se eclipse o que decline Descartes. Y eso se deduce de quienes postulan la «lógica de la contradic­ción», trasladando a la filosofía los terremotos de la ciencia.
Bien. Cuando se demuestre que las leyes físicas del Univer­so no son tales y que los conceptos carecen de entidad pro­pia, queda la apelación a lo teologal. Pero ¿para quiénes? La Teología no tiene prensa. Uno entiende, no obstante, que puede ser, que será, el último reducto de una Cultura de la que fue el primer asidero. Ciencia y Filosofía —emancipadas— fueron desmontando poco a poco los sillares teológicos. Ahora, des­montadas piedra a piedra las teorías filosóficas y científicas, ¿no habrá que recurrir de nuevo a la «credibilia»? La esperanza hoy consiste en creer que no va a perecer Sansón agarrado a las columnas del templo que destruye. Pero para eso Sansón nece­sita de Dios.