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Siempre he asociado la idea de junio con la de plenitud. El tiempo y el mundo coinciden cuando, al llegar estas fechas, los días parecen más llenos. Llenos de luz. Es cuando la noche parece acorralada en su último reducto. Y cuando, además, ya sin lluvia, ni viento, parece menos noche. Por cierto las estrellas, tan inaccesibles, ni parecen ahora perdidas en el cielo, sino adueñadas del cielo. Cualquiera las localiza mejor. Todo el mundo, en la noche serena, puede aprender constelaciones. Y la Luna se hace más familiar. Parece, de verdad, que ríe y acompaña en la sobrecena. Hay mucha diferencia. Cuando en febrero o en diciembre la Luna se siente embestida por las nubes, los claroscuros dan a la faz del satélite yo no sé qué propiación de misterio o de drama...
Bien. Aquí está el quid de junio: resulta ajeno, extraño al drama. La primavera, que empezó insinuante y tímida, ha madurado de pronto. Hay espigas en todas partes. También en los interiores, en los prados ocultos del pensamiento. Así es que las ideas —para las que también se alargan los días— es raro que permanezcan incoloras. A la fría razón, ¿le salen también ahora pétalos? Es muy importante lo de las flores. Tantas, tan espléndidas, tan variadas, con una alegría tan gratuita. ¿Por qué? No, no es que los poetas se empeñen en que son preciosas; no es que flor temine en «or», como amor; no se trata de un recurso de lírica barata. Es que una flor, verdaderamente, es algo sensacional en la Naturaleza. Se trata del gran lujo del campo. ¡Qué gentío, qué maravilloso gentío! Gentío de color y de fragancia. Casta alegría para los sentidos. Y para todos. Porque no sólo seremos los hombres los que disfrutamos de la vista de las flores. También los pájaros. También ese perro que corre ágil y elástico por el camino sentirá su encanto de alguna manera. ¡¡Ay, Fray Luis de Granada! ¡Cómo nos inclina sobre las abejas, sobre las margaritas, sobre las rosas, sobre las hormigas! Quería mostrarnos un itinerario hacia Dios. El itinerario hacia Dios puede empezar en el grano de una espiga, puede seguir por el ojo facetado del insecto, continuar por la mirada en llamas del gato, arribar al salto del caballo, enfilarse luego hacia el rosal, pasar a la contemplación del limpio y libre mundo de las aves y, luego, no despreciar el otro mundo veloz y asustadizo del lagarto y de la salamanquesa... Itinerario para llegar a la consideración del hombre como «suma y sigue». Suma de todo lo visible, para el proseguimiento jubiloso y esperanzado hacia lo invisible.
Así es que la Fiesta del Señor, el Día del Señor, tenía que caer en junio. En junio, plenitud, todos los caminos nos llevan a El, si es que de verdad queremos que nos lleven a El los caminos. Ya que —eso sí— cabe no querer saber, no saber querer. No querer saber y no saber querer —es decir, la ignorancia y el desamor— no entran en el cuadro de junio. Junio, lleno de sol durante el día y con campo libre a las estrellas en la corta noche, sugiere una invitación al itinerario. Es una incitación a la curiosidad. Hay sitio en junio para hacerse todas las buenas y nobles preguntas. El alma se ensancha para que en ella quepan las mejores sospechas sobre nuestro destino y los más optimistas pronósticos para el espíritu. El espíritu culminación, flor de la vida, última fragancia de todo lo creado. El espíritu para la trascendencia, cubierta su etapa de ciencia y conciencia.
Corpus. Dios aquí, amoldado al trigo y a la vid, achicándose para agrandarnos. Corpus al final del itinerario, como meta, en el centro radiante de junio repleto. Lleno de una luz que pone claridades mentales y ardorosos fuegos vitales. Corpus para que el día sea aún más largo; para que las flores encuentren su mejor destino en el altar; para que las golondrinas hagan palio raudo a las campanas. Corpus para que el hombre halle —como quería aquel adelantado de una filosofía con fragancia de poesía que se llamaba Nicolás de Cusa—, la libertad de poder ser él mismo. De verdad, con la Eucaristía, con la posesión aquí del Señor, yo puedo cumplir mi ambición de pertenecerme a mí mismo («Ut sim, si volam, mei ipsius», exclamaba el filósofo).
Estupenda ocasión para que el hombre se realice, se plasme, se congregue en su alta y gratuita nobleza que El quiso para cada uno. Porque «yo debo ser, si Dios ha de ser mío», concluía Nicolás de Cusa. ¡Qué alto está el Dios de los filósofosi Pero es el mismo que el Dios del Corpus Christi. Más allá de las constelaciones de junio y, sin embargo, revestido aquí, a mi lado, con el accidente de la espiga y del vino. Milagrosa ocasión para que yo sea quien soy, para que no me pierda entre el polvo que levanta el viento. Para que me afinque como promesa y como fruto. Para que yo me decida a encontrarme de verdad y para siempre.
Junio para la plenitud. Corpus para mi plenitud. Junio para el itinerario hacia Dios. ¡Corpus! ¡ Ah, si los hombres uniésemos nuestro grano —todo el grano— para la genuina fraternidad, para la molienda casta del Amor! Y... «al atardecer te examinarán de amor», recordaba Juan de la Cruz. Lo escribía quizá, desde «Los Mártires», adolecido del paisaje de Granada, en la pertinaz procura de su peregrinación hacia la luz que no cesa.
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